—Sigue…
Ella hurga en mi recto y a la vez me lame el glande. Con la mano libre, me masturba con oficio. Por fin se para. Se acerca al mueble para limpiarse el dedo con una toallita de papel y quitarse el tanga.
Unos momentos después me cabalga, poniéndome una mano en el pecho y acariciándome los pezones. Con la otra mano, se sujeta la coleta. En esa posición, sus tetas parecen hasta bonitas. Me pregunto con cuántos clientes se lo ha hecho en esta misma cama. Sus gemidos se prolongan un rato. Pero no es suficiente.
Mi miembro pierde la erección.
—Date la vuelta…
Ella lo entiende a la primera. Se pone a cuatro patas. Se mira en el espejo. Se ha debido de mirar mucho en ese espejo. Conoce las posiciones que más la favorecen. Yo se la meto poco a poco primero por el coño y, viéndola en esta postura, recupero la erección.
Autor desconocido 1
Ya te tenía dentro de mí, llenándome por completo, y entonces, de repente me taladraste tan hasta el fondo que no pude evitar el alarido que surgió de mi garganta. Tú te relajaste un momento, y empezaste un movimiento muy lento, muy lento y hasta suave, casi te saliste en varias ocasiones. Me tranquilizaste, por eso permití que las cosas prosiguieran su curso.
Autor desconocido 2
Aquella fue mi primera vez. Nunca en la vida había sentido tanto dolor, nunca había gritado tanto, cada vez que volvías a entrar podía sentir cómo me desgarrabas las entrañas, y pensaba: “Que acabe ya, que acabe ya”…, hasta que empezaste a acariciarme el pubis por delante, y entonces fue una extraña mezcla de placer y dolor: me hacías mucho daño y a la vez me gustaba mucho, hasta que, poco a poco, el placer fue amortiguando el dolor. De pronto pegaste una sacudida muy fuerte, obligándome a chillar una vez más. Entonces empezaste a darme duro y muy rápido, dios, no podía respirar, me faltaba el aire, el cabezal de la cama golpeaba contra la pared, y sentía cómo ese animal salvaje que tienes se te hacía aún más grande, se te ponía más duro, lo notaba palpitar en mi interior, y yo no podía dejar de gritar porque me hacías daño…, hasta que, aún no sé cómo, creo que llegué al orgasmo, y tú me seguiste y te vaciaste dentro de mí —al menos, eso me pareció—…
De nada sirvió que Kate Millett se dejara media vida en su Política Sexual explicando que los modos de escribir escenas de sexo o sobre sexo en general solo cubrían un aspecto del trasunto de follar: el de la ciencia ficción masculina (al menos en el primer fragmento hay un conato de gatillazo, aunque luego acaba corriéndose gracias a la habilidad de la prostituta). Argumenta que eso escora al lector y lo instruye sobre lo que está bien en su deseo y lo que no. Catequizan. Le dio para el pelo a Henry Miller y a Norman Mailer; y puso a Genet como antiparadigma. Según los dos primeros, lo correcto en la alcoba era que una le faltara el aire, él se vaciara dentro de la otra, y que al menos a una le pareciera que había tenido un orgasmo. Mantener una relación sexual es comportarse como una muñeca hinchable.
El problema de los dos fragmentos del comienzo es que no son escenas eróticas: son escenas de violación que se tratan de pasar como escenas eróticas. Y eso confunde al personal. La distancia entre una escena erótica y una escena de violación es tan grande que es imposible confundirla. Otra cosa es que todo lo que uno sepa sobre el sexo venga de las malas novelas y la tele y no de andar de gatos pardos.
¿Se deben evitar las escenas de violencia sexual a toda costa? No, lo que se debe evitar es timar al lector. Que existe una fetichización de la violación es innegable: el deseo es un túnel oscuro en el que uno se enfrenta a sus sentidos. Que se han escrito escenas de violación en obras maestras, también: léanlas. La violación de Lucrecia, de Shakespeare; Las Troyanas, de Eurípides. Escritores que vivieron en tiempos locos y, con todo, sabían distinguir un crimen de un placer. Lo que molesta es que hoy no pueda uno leer una escena erótica contemporánea que no incluya modos o expresiones que incluyan sintagmas como Nunca en la vida había sentido tanto dolor, nunca había gritado tanto…
La escritura erótica o pornográfica no siempre fue así. Todas estas novelas con escenas de violación eran originalmente un producto de saldo de misóginos y rencorosos de serie Z en la anglosfera. Sin embargo, los movimientos proderechos en yankilandia tras la II Guerra Mundial inquietaron a los popes del In God We Trust, y la industria cultural yanki siempre atenta a que las cosas no se vayan de madre pasó a la reacción. Así autores más bien mediocres como Bukowski, Miller o Mailer (algunos de ellos previamente censurados) tuvieron banda ancha para propagar sus pajas escritas. Otros, como Dalton Trumbo, fueron incluidos en una lista negra. Al escritor patrio le llega a través de las traducciones y, de ahí, a posar como un chico malo en entrevistas con fotos en blanco y negro.
Como decía, no fue siempre así . En el comienzo de Las mil y una noches, Sah Zamán descubre que su esposa lo engaña en cuanto sale de viaje.
Estaba mirando por ellas cuando vio que la puerta del palacio se abría y salían veinte jovenzuelas y veinte esclavos; la esposa de su hermano estaba entre ellos. Era hermosísima, muy bella. Avanzaron hasta llegar a una fuente y allí se quitaron los vestidos y se sentaron. Entonces la esposa del rey gritó:
Las mil y una noches
—¡Masud!
En seguida un esclavo negro se adelantó, la abrazó y la poseyó. Lo mismo hicieron los restantes esclavos con las jovenzuelas, y no dejaron de abrazarse y de besarse hasta que el día se desvaneció.
Este tipo de fragmento, que se puede hallar con abundancia por todo el libro, es una joya escrita. En primer lugar, ejerce de literatura saltándose unos cuantos tabús y reglas sociales. La reina, ejemplo de castidad y pureza, es la que perpetra el engaño, y quiebra así el mandamiento del matrimonio. No solo eso, sino que además es la organizadora del asunto, que da la voz para que el esclavo acuda a ella y se inicie así la orgía. Es, además, una orgía plenamente democrática: veinte esclavos, la reina y veinte jovenzuelas se ponen al turrón sin importar quién es quien, ni su posición social, ni su color de piel.
Hay un tercer elemento, que puede pasar desapercibido y que es el más bonito de todos: el marido cornudo. El marido cornudo es el más infamado de todos. Es un rey vengativo y poderoso (como se verá después, que pasará a todos por espada) pero, una vez que descubre el engaño, en vez de ordenar a sus soldados que los trinchen allí mismo, se queda mirando. Todo el tiempo, hasta que dejan de abrazarze y besarse y el día se desvanece. Casi podría decirse que no actuando, consiente aquel engaño de fantasía, e invita al lector a que contemple y se deleite con él antes de recapacitar y matarlos a todos. Como decía más arriba, el deseo es un túnel oscuro.
Ella hurga en mi recto no invita a deleitarse con un tabú quebrado, me invita a ver una colonoscopia. Y a certificar que el autor no sabe que lo que se hurga no es en el recto, sino en el ano. Por favor, no escriban mamarachadas de este calibre: es una escritura mediocre. Vamos con otro autor.
¡Oh, joder! -dijo, sin contenerse ya y sorprendiéndome por la energía de sus expresiones-. ¡Dios santo,
Justine, Marqués de Sade
qué temperamento! Amigas mías, dejemos de entorpecernos: ¡al diablo todo lo que todavía vela a nuestros ojos atractivos que la naturaleza no creó para que estuviesen ocultos!
A continuación, tirando las gasas que la envolvían, apareció a nuestra vista bella como la Venus que inmortalizaron los griegos. Imposible estar mejor hecha, tener una piel más blanca… más suave… unas formas más hermosas y mejor pronunciadas. Euphrosine, que la imitó casi en seguida, no me ofreció tantos encantos; no estaba tan rellena como Mme. Delbène; un poco más morena, quizás debía gustar menos en general; pero ¡qué ojos! ¡qué ingenio! Emocionada con tantos atractivos, muy solicitada por las dos mujeres que los poseían a que renunciase, como ellas, a los frenos del pudor, podéis creer que me rendí. Dentro de la más dulce embriaguez, la Delbène me lleva hasta su cama y me devora a besos.
Nuevamente aparece el tabú: una abadesa, dos menores, un convento, una orgía lésbica. No encontrarán rectos, clítoris, glandes, ni toallitas de papel con las que limpiarse el dedo que hurga en rectos ajenos. El Marqués de Sade es incluso ingenuo en la expresión: «piel blanca», «suave», «formas hermosas». ¿Por qué Sade sí y «me pegaste una sacudida fuerte» no? Es que con el marqués contemplamos (y nuevamente nos convierte en mirones) una transgresión por todas las partes. Rescatada desde el deseo negado y oculto y bajo estrictas capas de convención social: una recta tutora que pervierte a dos inocentes que tiene a su cargo y que tienen a bien descubrir esos placeres. Aquí no hay lucha, ni resistencia, ni hay ignorancia plena: todo el mundo en ese fragmento sabe si quiere estar o no en una orgía con una abadesa. Es el narrador el que nos lo hace saber.
¿Qué hacemos entonces con las escenas eróticas? Imitar la vida. Ante la sed, uno puede directamente pedir un vaso de agua; pero ante las ganas de intimar uno se busca otras estrategias más rocambolescas: lo primero que quiere saber es si la otra persona es receptiva: propone, sugiere, juega. Lo erótico también se define por aquello que impide la culminación: un novio sobreprotector, un marido celoso, unos hijos que siempre están en casa, el cura de la parroquia. El buen escritor lee y monta una escenografía adecuada y pone trabas a los futuros amantes: el lector debe esperar que ocurra, quiere que ocurra, pero no al momento: ha de ser consciente de la sed de los personajes y la propia. Como se puede comprobar la parte genital es lo de menos y tiene sus limitaciones: hay pocos sinónimos de glande que no suenen a estropicio: capullo, bálano. Del mismo modo, un cunnilingus se puede contar sin usar palabras rocambolescas: use su imaginación, no un diccionario de sinónimos.
Y sobre todo, escriba indecencias. No indecentemente.