Autor: Raúl Quirós Molina

  • Vecinos

    No debería contar esta historia, porque no sé narrar historias de gente qué conozco. No he tenido buenos vecinos en Londres. A decir verdad, no he tenido ni buenos ni malos: la mayoría han sido sombras pasajeras en el trajín del día a día, personas decentes con los que intercambiaba un buenos días y un buenas tardes si se daba el caso y la frustración del día lo permitía. Cuando llegué aquí, mientras trataba de ajustarme al cambio de piel que es una nueva ciudad como Londres, me ocurrió lo peor que le puede pasar a uno en estos procesos: perdí la llave de mi casa. Vivía solo por aquel entonces y apenas llevaba cuatro meses en este país, así que poco sabía de la celosa intimidad de la que presumimos los londinenses y que llena las consultas psicológicas y los pubs a diario. Fui tocando puerta tras puerta hasta que un vecino en calzoncillos se apresuró a abrirme la puerta. Le dije que era nuevo en el vecindario, que había perdido la llave y que tenía varias bolsas de la compra en la puerta: ¿no sabría por casualidad de algún portero o vecino que guardara una copia de la llave? Sorprendido, casi cómico, el hombre me dijo que no sabía y se volvió a quien parecía ser su amante, preguntándole si sabía de alguien que tuviese una copia de mi llave. La pregunta les era alienígena, ¿quién confiaría la llave de la puerta de tu casa a un vecino? Llamé a otra puerta menos amable que me mandó a la mierda y ahí decidí que lo mejor sería recorrer en metro las quince estaciones de metro que separaban mi casa de la de la dueña, española, que me dio una copia y la factura del cambio de cerradura dos días después.

    Cuando vuelvo a España, cada dos o tres meses, los vecinos, lo quiera o no, me dan el parte de lo sucedido no ya en mi planta, si no en todo el bloque. Da igual que permanezca un fin de semana o un mes entero, que vaya acompañado o no, día tras día, cada encuentro son diez minutos de un fragmento de la gran novela que construimos en nuestro edificio de apartamentos. Al principio lo desdeñaba como cotidianeidades sin sentido pero hoy tengo más humildad y me lo tomo como un intento colectivo de crear una historia sobre el lugar en el que vivimos, sobre contarnos nuestras vidas de una manera que tenga sentido. Muertes, nacimientos, casamientos, achaques, nuevos inquilinos se cruzan transversalmente con el momento político, con el parte meterológico o el tráfico, y mi posición como observador intermitente casi pone en revuelo a la comunidad, que parecen esperar un día tras otro para encontrarse conmigo y regalarme fragmentos de una historia tan trivial como fascinante.

    En Londres, solo he conocido a un tipo así, que vivía en el piso de abajo. Lo conocí en 2012 y me despedí de él en 2014, desde el autobús. Me cuentan que descubrieron su cadáver la semana pasada. Llevaba varias semanas muerto y al parecer, la ola de calor facilitó que el hedor del cuerpo llegara a las otras casas. Llamaron a la policía, al juez y certificaron su muerte. Ahora estoy muy cansado, incluso para contar esta historia, pero quiero contarla.

    Conocí a mi vecino por mi compañera de piso: no te acerques al tipo de abajo, que está loco. ¿Está loco? Está loco, no hables con él, no sea que vaya a ser peligroso y nos mate a todos. Esta era mi compañera de piso, que se volvía histérica porque los de abajo ponían música caribeña a las 11 de la mañana o porque la limpiadora brasileña le arruinaba el día cuando no terminaba su turno antes de que ella volviese del trabajo. Todos están locos menos yo: es el chiste del conductor suicida, que ve a los otros conductores en dirección contraria. Era una invitación a que nos presentaran.

    ¿Estaba loco mi vecino? Bien, me pasaba notas ilegibles debajo de la puerta y estaba convencido de que la CIA orquestaba un espionaje mundial a través de nuestros teléfonos móviles. ¿Estaba loco? Sí, lo estaba, estaba diagnosticado, tomaba litio y era muy consciente de lo mal que se encontraba a veces. Me enseñó la caja de pastillas cuando tomábamos agua en su apartamento, y una foto en la que aparecía su hermano con su sobrino. Su hermano se pasaba, de vez en cuando, pero quienes más se pasaban eran los servicios sociales. A veces se lo llevaban una temporada y venía calmado y un poco más triste. Yo solía salir a correr a la misma hora todos los días y él sabía a qué hora llegaría, allí en el descansillo, me esperaba fumándose un charuto. Me contaba que el lavado de cerebro de los londinenses llegaba a límites esquizofrénicos, que venía originalmente de Isla Mauricio, que había sido electricista (me enseñó el título) y que echaba de menos trabajar.

    No tenía absolutamente nada en la casa. Nada. Ni siquiera cubiertos. Ni sábanas, ni persianas. Así vivía mi vecino. Con la pensión del estado, las pastillas, su título de electricista y la foto de su hermano con su nene. No necesitaba nada más. Solo las historias: sabía que la pareja de arriba se iba a mudar porque iban a tener un bebé, que los de abajo preparaban un jerk chicken genial y que el del primero estaba cambiando el parqué. Digo esto porque mi vecino era el único que contaba la historia de toda su comunidad y como el cuentacuentos, como el Tiresias de Balls Pond Road, tenía que estar por fuerza un poco loco, un poco ido, porque se cargaba sobre sus espaldas la novela y la historia de tantas familias.

    Tiresias, como yo, se quedó un día sin poder entrar a su casa y ni se molestó en ir pidiendo la llave: para qué, si ya conocía los recovecos de sus vecinos. Si ya sabía que le consideraban un loco. Intentó tirar la puerta abajo y no desistió hasta que una ambulancia y unos señores de verde le agarraron del brazo y se lo llevaron por unas semanas. Mi compañera de piso pudo salir de casa y la vida siguió su curso. Y cuando volvía de correr allí seguía, recabando historias, preguntándome directamente porqué seguía trabajando en la oficina si yo lo que quería era ser escritor.

    Leo la historia de Joyce Vincent, que murió durante la Navidad de 2003, rodeada de regalos y la televisión encendida y su cadáver no fue encontrado hasta tres años después, en 2006; leo la historia de David Clapson, un ex-soldado que murió de inanición (sí, de inanición, en el Reino Unido) con 3 libras en el bolsillo y una bolsa de té en la despensa; me pregunto por toda esa gente que quise profundamente y que insiste en escapárseme de mi vida, en desaparecer absolutamente como agua en el océano de ojos tristes y paso apretado que es esta ciudad, y en toda esa gente a la que yo he desertado por hastío, por pudor, por venganza; me entero de la muerte de Tiresias y de su cadáver preguntándose, segundo tras segundo, qué será de una comunidad tan ciega y tan sorda, de una gente tan mezquina como la que se queda en la tierra, y no encuentro, de verdad que no encuentro las palabras con las que añadir si quiera una palabra amable a esta novela comunitaria que estábamos escribiendo, en qué momento se nos olvidó contarnos los unos a los otros nuestras vidas, en que momento saltamos de este punto fugaz, pretendiendo olvidar lo pequeños y preciosos que somos en el gran gran vacío que es este universo oscuro y frío.

  • Teatro por la Memoria. El teatro también debe responsabilizarse de la memoria histórica en España.

    Cuando está de veras viva, la memoria no contempla la historia, sino que invita a hacer la, más que en los museos, donde la pobre se aburre, la memoria está en el aire que respiramos. Ella, desde el aire, nos respira.
    Es contradictoria, como nosotros. Nunca está quieta. Con nosotros, cambia. A medida que van pasando los años, y los años nos van cambiando, va cambiando también nuestro recuerdo de lo vivido, lo visto y lo escuchado. Y a menudo ocurre que ponemos en la memoria lo que en ella queremos encontrar, como suele hacer la policía con los allanamientos. La nostalgia, por ejemplo, que tan gustosa es, y que tan generosamente nos brinda el calorcito de su refugio, es también tramposa: ¿Cuantas veces preferimos el pasado que inventamos al presente que nos desafía y al futuro que nos da miedo?
    La memoria viva no nació para ancla. Tiene, más bien, vocación de catapulta. Quiere ser puerto de partida, no de llegada. Ella no reniega de la nostalgia, pero prefiere la esperanza, su peligro, su intemperie. Creyeron los griegos que la memoria es hermana del tiempo y de la mar, y no se equivocaron.
    Eduardo Galeano

    Cada día, en España, a cientos de miles de españoles les son negados sus derechos a la verdad, a la justicia y a la reparación. Familiares de desaparecidos durante la Guerra Civil y la posguerra, familiares bebés robados de brazos de sus madres, prisioneros empleados como esclavos en la construcción de monumentos y grandes empresas, homosexuales, mujeres, estudiantes torturados por oponerse al franquismo, investigadores que tratan de estudiar los archivos donde se ocultan las historias que merecen ser expuestas han visto como los sucesivos gobiernos democráticos en España han perpetuado la cultura del silencio impuesta desde la dictadura y de sus herederos.

    Con todo, desde el comienzo del siglo XXI una nueva generación de activistas ha comenzado a exigir responsabilidades a los gobiernos nacionales e internacionales para que derechos tan básicos como el de la reparación, la justicia y la verdad, derechos que tejen las estructuras de las sociedades democráticas sean garantizados de manera irrevocable. Se trata de asociaciones que trabajan de manera voluntaria y gratuita, que han visto cómo el gobierno elegido por todos los españoles ha revocado cualquier partida económica para su sustento, que han sido insultadas, menospreciadas y ridiculizadas por políticos, periodistas y opinólogos.

    La infamia perpetuada desde el restablecimiento de la democracia ha resonado más allá de nuestras fronteras. Organizaciones como Amnistía Internacional, el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas de la ONU, así como el Relator Especial de la ONU para la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición han reiterado una y otra la urgencia que requiere tratar este abuso que es la negación del derecho en un país democrático como España.

    Los gobiernos de España, entre tanto, se lavan las manos cuando incumplen tratados internacionales de extradición de individuos que participaron en abusos contra los derechos humanos, cuando señalan con el dedo a las asociaciones que pretenden restablecer un mínimo de cordura en el país y cuando se atreven a sentar en el banquillo a jueces que intentaron arrojar algo de luz sobre la historia reciente de España. España, que fue una de las pioneras en la persecución internacional de dictadores y criminales de guerra en Argentina, Chile, Tíbet, Guatemala, ignora e insulta a sus propios ciudadanos.

    El teatro va a contar estas historias. Como autor y como artista, uno puede intentar pensar que puede alejarse del suelo que pisa y volar hacia frágiles paraísos de musas y arcángeles literarios. Pero hemos aprendido que la tierra siempre le traerá de vuelta al suelo, obcecadamente, dónde tendremos que enfrentarse, una y otra vez, al barro del que verdaderamente venimos. Uno querría engañarse creyendo que las habilidades que el cielo le ha entregado han de ser devueltas al cielo. No es cierto. Si se nos concedió la gracia de poder y querer escribir estando aquí en la tierra, es para que contemos lo que aquí sucede. En éste, nuestro barro.

    En 2013 fundamos Teatro por la Memoria. No se trata de una asociación cultural, ni de un movimiento: no tenemos un manifiesto, ni un programa, ni siquiera tenemos socios. No somos nada: palabras. Somos una idea compartida: la de que el teatro debe clamar, desde las tablas, desde los cuerpos y las voces de los actores, desde el texto dramático, la urgente necesidad de que los derechos de nuestros ciudadanos sean restablecidos.

    Hoy, esta idea es una realidad material. Después de dos años de trabajo, de contactos con activistas, jueces, periodistas, víctimas y personas de la cultura, Teatro por la Memoria anuncia su primer grito desde un escenario: Flores de España.

    Gracias la labor infinita de la compañía de teatro Los Sueños de Fausto, Flores de España abre el sábado 16 de mayo de 2015 en el Teatro de los Santos de La Humosa, en Madrid, para contar las historias de aquellos que desaparecieron, que sufrieron y cuyos derechos han sido negados aún 40 años después de la muerte del dictador.

    No creo, como escritor, que haya una responsabilidad mayor y para la que se necesita más humildad que la de haber podido trabajar con todas estas maravillosas personas por evitar que la mayor injusticia que sufre nuestro país se siga perpetuando.

    Raúl Quirós Molina, autor de Flores de España.

    www.teatroxlamemoria.org

    www.lossuenosdefausto.com

  • ¿Por dónde empiezo? Hablando con supervivientes de ablación en Londres.

    En febrero de 2014, Melissa Dean, la directora artística de BAREtruth theatre, me propuso crear un nuevo show que definiera la estrategia artística de la compañía. El primer espectáculo de BAREtruth estuvo basado en Theatre UnCUT, la respuesta teatral a los recortes en el gasto público que se habían llevado a cabo en el Reino Unido durante la legislatura Tory. Dicho espectáculo fue muy bien recibido en Londres (a pesar de tratarse de una lectura dramatizada). Ya desde su inicio parecía claro que BAREtruth quería proponerse como una compañía que quería trabajar con temas controvertidos, algo que a mi entender, es bastante necesario en la escena londinense y en cualquier escena artística que se precie. Después de varias entrevistas, Melissa me ofreció el puesto de ayudante de dirección artístico y yo acepté.

    El primer espectáculo de la compañía abordaría lo que en el mundo anglosajón viene a llamarse FGM o Female Genitalia Mutilation, que ha sido traducido por los medios españoles por la no menos cruenta expresión «ablación del clítoris«. Con todo, la expresión inglesa es más certera, ya que la práctica de la mutilación femenina no se limita solamente a la ablación del clítoris sino que también incluye la infibulación (cosido de la vagina), la extirpación de los labios menores e inferiores, así como el corte, la perforación o la abrasión de los genitales femeninos por razones no estrictamente médicas. La razón para escoger este tema residía en que hacía poco menos de dos meses se habían iniciado el primer proceso judicial contra dos personas envueltas en un caso de infibulación (cosido de la vagina) en el Whittington Hospital en el Norte de Londres, y esto había creado una ola de interés social en mucho tiempo. Periódicos como The Guardian, o Evening Standard, y la aparición de portavoces como Fahma Mohammed o Leyla Hussein habían traído a las portadas una práctica oculta que afectaba a más de 60000 mujeres en el Reino Unido y a 125 millones en todo el mundo. Existen países como Somalia o Egipto, donde la mutilación femenina alcanza porcentajes de hasta el 95%.

    Melissa me pidió escribir una pequeña pieza «verbatim» para el show. Esto quiere decir que tendría la oportunidad de entrevistar a supervivientes, líderes locales, trabajadores y otras personas del entorno y plasmar sus palabras, tal y como ellos las expresaran, en una obra. No se trataría de una obra «basada en» o «inspirada en» las entrevistas que mantuviera con estas personas sino que sería sus testimonios literales los que serían actuados en escena. Esta obra se llamaría a la postre «Where do I start?» (¿Por dónde empiezo?), formaría parte del show Little Stitches (Pequeños puntos de sutura) y se estrenaría a finales de agosto del 2014 en el Theatre 503 de Battersea, Londres.

    Escribir una obra de estas características es un sueño para cualquier escritor. A lo largo de mi carrera como dramaturgo, siempre he considerado que el teatro es una poderosa herramienta para transformar el mundo que nos rodea. La denuncia sobre el papel es muy útil contra la injusticia prevalente en el mundo, pero la escena nos toca a través de los sentidos. Además, iba a sentarme con abogados pro derechos humanos, trabajadores sociales, voluntarios que habían viajado a países en guerra para educar a las mujeres acerca de su salud sexual, gente que empoderaba a los más desfavorecidos y lo continuaba haciendo año tras año.

    Tras varios meses de investigación, ya había leído todo el material relevante en lo que se refiere a la mutilación genital femenina. Había leído todos los libros, estudiado minuciosamente todos los documentales y películas, asistido a decenas de conferencias y atendido varias mesas redondas. Ya había mantenido varias conversaciones con activistas y líderes comunitarios que habían expresado sus opiniones con contundencia y severidad. La obra estaba casi escrita. Ya sabía qué forma y que imágenes contenía, qué mensaje iba a enviar al público. Tan solo necesitaba sentarme con un par de supervivientes para certificar lo que ya había descubierto.

    Pero me equivoqué. La primera entrevista que mantuve con una superviviente lo transformó todo radicalmente. Estaba equivocado y tenía que comenzar a escribir la pieza de nuevo.

    * * *

    En ocasiones se nos pregunta a los escritores, los actores, los directores de teatro por qué hacemos lo que hacemos. Y nuestras respuestas, la mayoría de las veces, no son más que un eco en el vacío, como la declamación de un mal poema en un auditorio sin gente. Hacemos teatro porque lanza preguntas sobre nuestro mundo, porque nos preocupa la sociedad, porque queremos denunciar la injusticia. Esto en realidad no significa gran cosa. No significa nada. Es una mentira de tan repetida se ha vuelto peligrosa. ¿Nos creemos lo que decimos, cuando decimos que nos preocupa la verdad? ¿Hemos sopesado las consecuencias artísticas de ser fundamentalmente honestos?

    Durante mi primera entrevista con una superviviente de este abuso, me di cuenta que la primera tarea, la más importante antes de escribir siquiera una sola línea de la obra, era la de revisar a qué llamamos verdad en el teatro. Porque sucede que en ocasiones los actores, los escritores y los directores nos interponemos entre una historia y su verdad. Que irrumpimos en el dibuo de nuestros personajes, que las verdades que precisan ser dichas quedan a medias tintas y a medio decir, y por completo falsificadas por nuestras asunciones y privilegios.

    La primera pregunta que Felicity me realizó cuando me senté en una habitación de Manor Gardens, y que es la línea que abre fuego en mi obra, fue la siguiente:

    FELICITY – ¿Por dónde empiezo? ¿En el momento en que me cortaron?

    La persona que se sentaba frente a mí dictó estas palabras como si de una máquina se tratase. Como si le hubiese pedido recordar, detallar, explicar cien y mil veces como había sido su experiencia; en los talleres que impartía, en las entrevistas que concedía, en su trabajo como activista, en las preguntas a la prensa y otros escritores; dejó caer estas palabras porque asumía que cualquier persona interesada en su experiencia querría saber de inmediato los detalles cruentos del corte. Y eso era exactamente lo que yo quería. Antes de entrar a esa habitación donde Felicity me esperaba tranquilamente, ya sabía lo que quería que me contara y ella había asumido que eso era lo que yo quería saber: si le había dolido, si odiaba a quien la había cortado, y cómo se sentía hoy día.

    Cuando uno escribe sobre asuntos como éste que han generado tantísimo sufrimiento y que se han originado desde tiempos remotos como es el caso de la ablación del clítoris, distinguir entre un teatro de activismo y un teatro que sea verdadero puede ser borrosa. Como ciudadanos concienciados queremos erradicar esta aberración y poner nuestra pluma a trabajar por un mundo más justo. Y, desde luego, el teatro puede ayudar a aproximarnos a lo que ocurre en el mundo; mas como arma para el activismo, es falible. No puede competir con el documental televisivo, que puede ser irradiado a todo el mundo, le falta la espectacularidad del cine con sus luces y contraluces, por último, el teatro no se lleva muy bien con las estadísticas y los números ya que éstos acercan las obras al tedio más que a la revelación. La realidad es que cualquier pieza de teatro, incluso la más rabiosamente política, se fundamenta en una verdad muy simple: una historia sencilla que solo alcanza a unos pocos espectadores en un audiotorio. Incluso en la obra de dimensión más épica, el teatro se enraíza en minucias. No se trata sino del recuento de lo que le pasa a un personaje a través de sus defectos, sus dudas, sus fobias y las situaciones en las que se deja caer; en última instancia, una obra de teatro se cierra con los descubrimientos de este personaje. Una bombilla que se funde en el peor momento. Un hombre que nunca acude a una cita. Un pequeño animal de vidrio que se rompe. Una carta con malas noticias. El teatro cuenta sus historias a través de elementos tan insípidos como estos y por ello es tan poderoso, porque nos apela a través de lo cotidiano, de los objetos y situaciones frugales que nos rodean cada día. Y estos detalles, por sí mismos, parecen lo contrario a lo que se precisa para enviar un mensaje de cambio al mundo.

    Aquella tarde estaba sentado frente a una persona que había sufrido una injusticia tremenda. Estaba escuchando a una superviviente, pero también a una chica con un novio escocés a quién tenía que esconder de su familia, al menos hasta que se casaran o ella se quedara embarazada. Una chica que ya ha decidido qué nombres le va a poner a sus hijos, Adam y Sarah, y a quien le encantaría trabajar con críos aunque le asusta las injusticias que a veces sufren. Una chica a quien le gusta la playa, que ha visitado España y que tiene curiosidad por saber cómo es Cuba. También me contó que fue mutilada en Somalia, que vio la catástrofe de la guerra allí y que tuvo que emigrar al Reino Unido sin conocer la lengua ni la cultura. Dice que sus mejillas regordetas la hacen parece más joven de lo que es, pero en realidad es la manera que tiene de mirar.

    Felicity no es el producto de una cicatriz, o una entre las 137000 mujeres mutiladas que viven en el Reino Unido. La obra que escribí contiene todos los detalles, las cifras, los debates que a veces se escuchan entre políticos y activistas, entre abogados y detractores, pero una vez que todo ha terminado, que el debate ya no da para más, una vez que todo el mundo ya ha salido del foco de atención, Felicity toma la escena y poco a poco, sin dramatismos ni aspavientos, se digna a recordar su historia, en sus propias palabras, sin necesitar de un escritor que la traduzca, la corrija o le diga cómo tiene que decirlo. De ahí viene la fuerza del teatro: de voces verdaderas como la suya.

    Las supervivientes de la ablación necesitan de los abogados, de los activistas, de los periódicos para que cuenten al mundo quiénes son y por qué luchan, necesitan de directores de cine para que aparezcan en pantalla, pero también necesitan del teatro para explicar que son mucho más que un caso, una sobreviviente, una historia de interés: son su propia voz, y eso es de lo que trata «¿Por dónde empiezo?». De conceder a mujeres como Felicity ser escuchadas sin filtraje, sin agendas, sin una conclusión premeditada. Conceder a mujeres como Felicity empezar su historia desde donde ella quiera.

  • Cuando lo que deseas nunca llega

    Andy Warhol, uno de los grandes pensadores del siglo XX muy a su pesar, relata en su Mi filosofía de A a B y de B a A que aquello que uno quiere con toda su alma, eso que uno desea por encima del mundo, solo lo consigue cuando ya ha perdido el interés por completo. El dinero, la fama, los amigos solo se los encuentra uno cuando ya no los busca.

    Incluso haciendo una lectura irónica del enunciado, hay una críptica verdad en el asunto. La intensidad de nuestro deseo acaba por transformar el objeto de nuestra ansia, hasta deformarlo o destruirlo. Pensaba en La Tragedia de Romeo y Julieta, de Shakespeare donde los amantes, una vez encontrados el uno con el otro, deciden aniquilarse, o las múltiples versiones del Don Juan en las cuales el desencanto de Don Juan se da justo cuando la candidata deja de serlo y se entrega, convirtiéndose en otra. La pretendida era misterio y pudor, freno; la conquistada es sumisión, despecho, melancolía y muerte, ya es otra y nunca más será la deseada. Solo la Muerte a la que Don Juan llegará a conocer es la amante ideal, pues es una amante que no cambia nunca.

    Cuando uno desea que algo ocurra con todas sus fuerzas, y espera obtener una recompensa futura a expensas del sufrimiento presente parece que la vida se suspende y la alegría se escurre entre las mallas de este deseo. El día a día es un acto de masoquismo en el cual la única forma de obtener placer de la existencia es habitando en lo profundo de nuestro ser la posibilidad de reunirnos en algún momento con aquello que anhelamos. El único placer es el placer de la fantasía. El placer de los vapores de la posibilidad, de la ahogada persecución, de la constante lucha por alcanzar la zanahoria que seguimos empujando ciegamente.

    Como con el inversor bancario más convencido, no existe fin en esta búsqueda (en el caso de nuestro banquero, no hay límite para ganar dinero), no hay barrera o tope salvo que las que disponga la naturaleza o la finitud de nuestras vidas. Ocurre con frecuencia que la persecución se convierte en la misión en sí, en la cual el objeto ya no importa, ya puede ser olvidado y solo queda ir hacia delante y hacia delante; una vez deformado o destruído nuestro objeto de deseo, ¿qué queda frente a nosotros? Nada, salvo continuar deseando y destruyendo nuevas cosas, querer más para dejar atrás más rápidamente, y encomendar nuestro paraíso a una fantasía eterna en la que la tierra yerma que estamos se poblará de flores y Evas y Adanes de piel aterciopelada.

    Sucede también que a uno le vence esta orgía de encarnizada búsqueda y a veces, se detiene. El ciclista que se para a mitad de la escalada del Tourmalet o el corredor que abandona a dos kilómetros de la meta; el broker que se retira a una viña y dona todo su dinero a paliar los desastres de su especulación, el escritor que decide no imprimir una línea más. Se anula el deseo, el objetivo, las metas y la vida parece que resume su curso incierto y atado a los azares de las leyes cósmicas.

    Sucede entonces que los objetos que perseguíamos, los amigos, la fama, el dinero se presentan ante nuestros sentidos más limpios que cuando nuestra ansiedad los imaginaba. Aparecen así, desnudos como Adán y Eva ante los ojos del iracundo Dios que ansiaba una réplica de sí mismo y terminó por expulsar esta réplica de Su Paraíso (y Dios, ¿en qué ansiedades andará sumergido ahora, tan lejos de aquellos dos seres que se amaban y le daban nombre a las cosas que él había creado? ¿Cómo serán la soledad y el deseo de un Dios?)

    Y vistos desnudos, los objetos no tienen las guirnaldas ni el confetti con que los aderazaba nuestra ansia. Están ahí, puestos en frente de nosotros, sin significado, sin destino.

    Ocurre entonces que uno entiende por fin que en el transcurso frenético del tiempo hay poco por lo que merezca abandonarse a una búsqueda tan desesperada. Que ni el mayor de los esfuerzos está guiado por nuestra inteligencia o nuestras emociones, sino que lo que tenemos en la vida es una casualidad cosmológica sobre la que tenemos poco control. Quién somos, qué queremos y cómo lo conseguimos es tan azaroso como el circuito de los universos.

    Solo entonces aquello conseguimos lo que tanto habíamos buscado y no hallado. Justo igual que lo que decía Warhol. Uno consigue las cosas cuando ya no las quiere más.

    Eso es.

    Eso mismo.

  • Todo lo que no perdimos en nuestros años de la cocaína

    No perdimos ni un solo año en la cocaína. Ni uno solo. Aunque quieran hacérnoslo creer. Siempre quedarán para nuestra literatura íntima los apartamentos donde el camello nos invitaba a un tiro en una mesa de cristal cubierta de restos de tabaco y marcas de vasos. Los dueños de bar que te conducían detrás de la barra y te presentaba a dos veinteañearas tatuadas con los ojos y nariz irritados que se irían de marcha contigo si resultabas ser un comprador simpático. El amigo que hacía diez años que no veías, y que a los cinco minutos te estaba invitando a meterte en los baños de un bar de tapas, a las ocho de la tarde.

    Era nuestro club y nos reconocíamos al instante. Nunca se lo podríamos hacer entender a nuestras novias, a nuestros hermanos, a nuestros padres. Sabíamos quiénes éramos, y podíamos acudir unos a los otros si el teléfono mágico nos daba fuera de cobertura. Podíamos invitar a una copa y a cambio, rezaríamos con la cocaína de otros. Sí, había algo chamánico en encerrarse cuatro desconocidos en un automóvil y terminar compartiendo el nevadito. Y comprobar que no éstabamos tan alejados uno del otro: yo conozco esta canción, tu hermana fue a mi instituto, ese chiste ya lo has contado.

    ¿Quiénes eran todos esos que noche tras noche, cuando el club cerraba optaban por pasar la mañana en el salón del piso de un desconocido? ¿Quiénes eran esos compañeros de habitación que se levantaban con nuestra llegada y se apuntaban al círculo, y celebraban con nosotros la muerte de la noche y la horrible constatación de la mañana? El amanecer nos era tan extraño como esos ancianos que pasean al perro a las cuatro de la madrugada.

    Luego llegó el castigo y la monserga, y Dios, luego llegó el Dios iracundo y vengativo, el Dios ansioso, paternal, obsesivo, insomne, el Dios de la salud y la rehabilitación, el Dios del porvenir, el Dios adulto, el Dios responsable, el Dios sobrio, el Dios deportista, el Dios de la normalidad.

    Ya no volverás a entrar en el círculo salvo en una reunión nostálgica, en una sesión remember en las que todos están más gordos, o más feos, o más idiotas, o más casnados. No será lo mismo que fue pertencer a nadie salvo a la coca. No a cualquier coca, sino a esa coca que tomamos cuando no sabíamos que era, no la coca que toma por aburrimiento, o por adicción, no la coca como enfermedad, o necesidad, o histeria, no. La coca cuya única falta fue descifrar cuán débiles somos, cuán frágil es el material del que estamos hechos, lo solos que estamos.

Raúl Quirós Molina
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