De las consignas que más escuchará en las escuelas de escritura, la que viene a continuación es la que se presenta como más certera e incontestable: el escritor debe mostrar y no decir.
Como una palabra que se repite muy seguidamente hasta que pierde su significado, el sintagma muestra-pero-no-digas perdura en las paredes de los claustros y aulas de las escuelas como si se tratase de una inscripción adagia en la cúpula de Santa María de Fiore. Pero ¿debe un escritor mostrar y no decir? No, en absoluto. El escritor no tiene porqué hacer nada si no le da la gana. De hecho, si así lo desea, puede dedicarse a la horticultura.
Decir: lo abstracto
Todo este debate mostrar/decir viene dado por una tremenda confusión. El cerebro humano solo lleva capacitado para la abstracción unas decenas de miles de años a lo sumo, con lo cual la conciencia, de existir tal cosa, es mayormente sensorial y por tanto, son los sentidos los que primero nos llevan a la comprensión del mundo que nos rodea (sonidos, luces, colores, sabores). Para reducir la ingente cantidad de estímulos de la realidad, los humanos inventamos el lenguaje, que no es más que una abstracción de la realidad. Cuando se afirma que el escritor dice se quiere subrayar que el autor se vale de las funciones más abstractas del lenguaje para narrar cierto acontecimiento. Por ejemplo: Alberto está triste. Sé feliz. Dos más dos son cuatro.
Gracias al lenguaje podemos comprender qué es Alberto (una persona) y que su estado es el de la tristeza; y, sin embargo, «estar triste» sigue siendo una abstracción, porque se puede estar triste de muchas maneras: desde porque el canario ha pasado a mejor vida hasta la decepción por los alienígenas que acaban de aterrizar en nuestro planeta, que son unos sediciosos. Lo mismo pasa con ser feliz.
Decir las cosas no es mal logro evolutivo: nos ayuda a poder gestionar un mundo repleto de infinitos matices que imposibilitarían su comprensión: dos manzanas nunca serán iguales (tendrán distinto tamaño, color, peso) pero la lengua nos permite sumarlas, restarlas, pensarlas en unidades, decenas, dibujarlas, y hablar de comer manzanas los lunes, miércoles y viernes, sin que tengamos que especificar que se trata, en efecto, de manzanas distinas. Esto lo entiende todo el mundo, hasta Ana Botella.
Mostrar: lo concreto
Lo de mostrar es otro berenjenal. Lo de mostrar en literatura consiste en cortocircuitar la abstracción del lenguaje para excitar los sentidos, la sensibilidad y las emociones del lector. Es decir, se abandona lo conceptual para acudir a lo concreto, a lo meticuloso y a lo sensorial. Fíjese en estas dos opciones.
Perico está furioso.
Perico apreto los puños y maldijo entre dientes.
En la primera oración decimos el sentimiento que azora el pecho de Perico; en el segundo mostramos los efectos de ese sentimiento y creamos una imagen más rica, orientada a la emoción y la construcción del personaje.
En esta tesitura lo lógico es que usted, como escritor goloso que todo lo quiere engalana,r actúe conforme a la lógica del mostrar, porque creará imágenes nítidas, vivas en la imaginación del lector y blablablá.
Por supuesto. Mire estos dos ejemplos:
1- El sol caía lentamente por el horizonte desnortado que adquiría en su piel el ocre de los últimos rayos. El cielo, turbado, se acogotaba dando paso a una luna plateada que llegaría rezongando entre las nubes.
2- Atardecía.
Según la teoría de batalla del mostrar y el decir, la número 1 sería la manera adecuada y literaria de hablar de un atardecer y la número 2 la menos adecuada. Sin embargo convendremos en que una novela de quinientas páginas escrita a la manera del número 1 solo puede conducir al aburrimiento y posiblemente a la angustia existencial, porque no hay monje bendecitino que se aviniera a tragarse semejante mamotreto. Si cada pasaje, cada acción, cada momento en la novela ha de estar orientado a los sentidos perdemos el sentido de la acción, que es lo que hace avanzar la historia y por lo tanto perdemos al lector.
La guía para decidir cuando mostrar y cuando decir debe ser la mesura: menos es más. Tanto si decidimos detenernos en una imagen para sugerir alguna emoción, como si aplicamos el decir para hacer correr la acción, la decisión de una y otra deben llevarse a cabo con mesura.
La primera manera de mostrar, además, provoca la tentación inequívoca del escritor novato: la de engalanar la prosa hasta hacerla completamente ilegible, por medio de adjetivos y adverbios que no aportan significado. Mire hasta que punto el texto del ejemplo 1 puede ser reducido.
1- El sol caía lentamente por el horizonte desnortado que adquiría en su piel el ocre de los últimos rayos. El cielo, turbado, se acogotaba dando paso a una luna plateada que llegaría rezongando entre las nubes.
El sol caía por el horizonte que adquiría en su piel el ocre de los últimos rayos. El cielo se acogotaba dando paso a una luna que llegaría rezongando entre las nubes.
Si además eliminamos aquellas oraciones y verbos redundantes o ridículos:
El sol se ponía. El cielo daba paso a una luna que surgía rezongando por entre las lunes.
No hay más que decir, señorías.
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