Existen dos acontecimientos en el proceso de lectura que desplazan nuestra atención del texto a su traductor. La primera, y más ignominiosa, ocurre cuando la traducción es perezosa, que linda con la transcripción palabra por palabra del texto original a la lengua destino, sin una reflexión acerca del sentido de lo que se está diciendo. Estas traducciones se ven, sobre todo, en aquellas que provienen del inglés, por tratarse de la lengua extranjera más conocida y traducida en nuestro país. Expresión como «mirar arriba» (por look up), «mirar abajo» (por look down), «ponerse en los zapatos de uno» (to be in someone’s shoes) y otras tantas son sintomáticas de una traducción descuidada. No me es tan molesta la imprecisión de una traducción como que el traductor atraiga la atención sobre sí mismo. A fin de cuentas, que una traducción sea adecuada o no, es material de debate estético en el que nos faltarían los conocimientos de la lengua de origen para poder discutir de la traducción su propiedad o impropiedad.
El otro momento en el que a uno se le revela que está leyendo una traducción fantástica es aquel en el que la belleza de la misma es tal que uno no siente la distancia del lenguaje. Hay unos pocos traductores que lo han conseguido, Miguel Sáez, Elsa Cecilia Frost, Ángel Crespo, Carlos García Gual… En este tipo de trabajos, la labor de traducción se nos aparece después de la lectura. Solo después de disfrutar de un párrafo o monólogo memorable, se nos revela, en el sentido griego de aletheia (salir, sacar de las oscuridades) que aquello nunca fue pensando en la misma lengua en la que lo leemos.
José Alemany y Bolufer fue un filólogo valenciano que falleció en 1934, helenista y traductor de autores latinos y árabaes, cuya biografía refiere episodios tan emocionantes como didácticos: llegó a devolver una carta a Nieto Zamora con correcciones ortográficas y sintácticas, sin ir más lejos.
A este insigne valenciano le debemos la traducción de algunas tragedias de Eurípides, en concreto las editadas por Carlos García Gual para la editorial Edaf.
Alcestes, la obra con la que comienza la compilación es, en su mayoría, un canto fúnebre que Admeto entona a su esposa Alcestes. Presos de un juramento hecho a Apolo, Alcestes decide sacrificar su vida por su marido y llegado el día, nada impide que la esposa baje a los infiernos. Hércules, amigo de la familia, conmovido por el dolor de Admeto, decide bajar a los infiernos y pelear contra Hades para recuperar a la esposa desafortunada. Se trata de una obra que habla del amor más allá de la muerte y la batalla que mantenemos durante nuestros días mortales para que lo que creemos eterno no acabe siendo devorado por lo efímero. Un esfuerzo condenado, ya que nadie, nunca, nada vuelve del Hades, y todo aquel que amó una sola vez, sabe lo fugaz que es el amor y la misma eternidad. De ahí que la obra acabe de un modo extraño, con Alcestes resucitada, sin voz ni apenas rostro, muy lejos de la Alcestes esplendorosa que iluminaba el palacio de Admeto.
La tarea del traductor tiene un doble o triple significado en esta primera obra. Había que traer a un mundo vivo, a una lengua hablada, aquellos discursos que hablaban de la permanencia en el tiempo del amor (a un ser querido, a una nación, a una lengua), en un dialecto que ya nadie habla ni escribe. Un superviviente mudo de una civilización que se extinguió y que sin embargo se dolía tanto de la fugacidad del mundo como nosotros. El traductor debió entonces de construir un puente de ingeniería contemporánea pero materiales que vienen de otro tiempo, y conseguir así que lector pueda transitar una orilla de dos milenios sin miedo a caer al precipicio del significado.
ALCESTES […] Pero debo morir, y no mañana o el día tercero de este mes, sino que dentro de muy poco me contarán entre los muertos. Reid, alegres, que tú, ¡oh, esposo!, puedes vanagloriarte de haber poseído a la mujer de las mujeres, y vosotros, hijos, la mejor de las madres