Autor: Raúl Quirós Molina

  • Un día fui a montar en bicicleta y no volví

    Un día fui a montar en bicicleta y no volví

    Uno de los recuerdos que más gracia me hace contar es paradójicamente el de una de las experiencias más duras que he sufrido en mi vida. Cuando tenía trece años adoraba montar en bicicleta. Había heredado de mi tío una mountain bike que pesaba un quintal y que se estropeaba con frecuencia. Este contratiempo, lejos de convertirse en un incordio, añadía entretenimiento a la afición. Hay algo profundamente sencillo y humano en reparar objetos con las manos y la bicicleta se ofrecía cada semana a una nueva revisión. Con esa bicicleta aprendí a ajustar cambios, calibrar ruedas y tensar frenos. Ya lo he olvidado casi todo lo referente a mecánica ciclista – hace casi veinte años que no monto – pero el recuerdo cálido de darle la vuelta al cachivache y hacer girar el pedal para comprobar con placer que la rueda no se desviaba ni un milímetro en su rotación aún permanece en mi memoria.

    Una expedición desafortunada

    Una mañana, un grupo de amigos del barrio decidimos hacer una excursión al Parque Natural de Alcalá de Henares, que es un terreno perfecto para hacer expediciones emocionantes y de bajo riesgo. Es también lo bastante amplio como para perderse pero no tan vasto como para que uno necesite llamar a la Guardia Civil si se sale de las rutas conocidas.
    Después de una noche de tormenta veraniega, siete u ocho chicos nos encontramos a la entrada del parque. Las trillas estaban embarradas a causa de la lluvia y tras cinco minutos de pedaleo en el lodo, paramos y debatimos si era apropiado continuar. Tres o cuatro consideraron que la ruta era demasiado difícil para que el paseo fuese agradable, pero el otro grupo, en el que yo me encontraba, hallamos en ese obstáculo la posibilidad del reto: una aventura. Nos separamos, quedamos en volvernos a ver por la tarde y los más ambiciosos nos arrojamos con nuestras bicis al mayor barrizal que he conocido hasta ahora.
    Recuerdo que en los primeros momentos de la expedición se mezclaban la emoción por tener el parque para nosotros solos y la inconveniencia de tener que parar cada cinco minutos a quitar el barro de las ruedas de nuestras bicicletas. Nos ayudábamos unos a otros en la dificultad, nos gastábamos bromas, había inocencia en todo el asunto. Después, avanzar por el barro fue imposible y decidimos que sería mejor alcanzar la carretera con la bicicleta a cuestas.  Las energías se evaporaron y la camaradería dio paso a la ayuda silenciosa a los miembros del grupo más rezagados. Cuando esto falló, al reproche velado, a las bocas torcidas y en los últimos momentos, a negar la ayuda. En una de estas, yo me quedé atrás. Muy atrás.

    La soledad

    Mi bicicleta era, con diferencia, la que más pesaba de todas y yo el más enclenque del grupo. Durante gran parte de la travesía había empleado muchas energías en ayudar a otros sin hacer cuentas de que lo que yo venía arrastrando desde mi casa era un monstruo que pesaba dos veces más que las bicicletas de fibra de carbono de mis colegas. Las piernas empezaron a temblar y varias veces caí de rodillas al barro, así, con cierto patetismo de héroe derrotado en la batalla. Al menos a mí me gusta imaginarlo así. Con seguridad la imagen era mucho más inocente, ya que solo tenía 13 años y poco tiempo me había concedido los dioses para convertirme en héroe. Mis compañeros abandonaron toda esperanza de terminar la aventura en grupo y cada uno hizo lo que pudo para salir del entuerto por su cuenta. Yo me quedé atrás, y no volvieron. ¿Quién les puede culpar? En ese momento les desee la muerte, y cuando hace un par de años supe que uno de ellos había muerto en un accidente de tráfico, me invadió una gran culpa, como si mi deseo preadolescente hubiese tenido algo de premonitorio. Ni que decir que ya no le deseo la muerte a nadie.

    La escapada de sí mismo

    Con todo, logré salir con vida de la trilla, después de llorar, gritar, insultar y resignarme a que, lo quisiera o no, tenía que escapar de aquella tortura por mi cuenta. La verdad, y creo que esta es la primera vez que lo descubro y lo pongo así, en blanco sobre negro, en ese momento sentí mucho miedo. No tenía miedo a morirme allí, porque a pesar de tener trece años era más espabilado de lo que se pueda seguir de esta confesión que estoy escribiendo. En cualquier momento podía dejar la bicicleta allí tirada, dar la vuelta y llegar a mi casa andando. Luego, sería cuestión de explicar lo acontecido, recibir la regañina parental, ser perdonado y con la resiliencia que le es natural a mi padre, ir juntos al día siguiente a encontrar los restos de la bici y de mi dignidad.
    A lo que tenía pánico es a la vergüenza a la que me expondría al pensar qué dirían de mí mis amigos, mis padres, la Guardia Civil, Dios (sí, él mismo) de todo el asunto. A lo que tenía miedo es a no parecer un Aquiles, sino un Filoctetes. A lo que tenía miedo es a descubrir que tenía miedo, cansancio; a que en este mundo, a pesar de mis amigos huidizos, mi padre, mi madre, los picoletos y el Señor estaba solo y era lo más lejano a un héroe.

    La mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse en casa.
    Pascal

  • La maratón clásica de Atenas

    El ritual y el maratón

    Este fin de semana corrí la maratón clásico de Atenas, que lleva desde la ciudad de Maratón hasta Atenas. Presumen los organizadores de organizar el auténtico maratón, y esta afirmación es aún más divertida por extraña, pues quiere dar a entender que estos 42 kilómetros tienen más autenticidad que otros 42 kilómetros en, por ejemplo, Londres, que es dónde se estableció la distancia oficial de la prueba.
    La Maratón Clásica de Atenas comienza a las 9 de la mañana desde el pueblo de Maratón, que está a unos 40 kilómetros de Atenas. Es un pueblo más bien pequeño, rodeado por montes de espino y matorral, muy similar al que se podría encontrar en otras regiones interiores del Mediterráneo. El estadio desde el que se parte no se encuentra en un estado ideal, la grava cubre las pistas de atletismo, que a mí me parecieron muy estrechas para celebrar carreras y la hierba ha crecido hasta borrar los límites de lo que parecía ser un campo de fútbol. Para llegar allí desde Atenas era necesario tomar alguno de los autobuses que partían a primeras horas de la mañana desde la plaza Syntagma, en el centro de Atenas, alquilados por la federación griega de atletismo.
    Lo primero que pensé cuando vi a los corredores reunidos en la plaza a las cinco y media de la mañana fue que un sentimiento muy poderoso debe acometer a toda esa gente para levantarse un domingo a una hora en la que la mitad de la ciudad está durmiendo y la otra mitad apurando la última bebida de la noche. Yo, que he estado a un lado y otro de esta ciudad que es la noche, en el de los viciosos y el de la gente de buenas maneras, en el del alcohol y en el del cafelito matutino con el Marca – y de ninguno de los dos mundos salí con la certeza de haber aprendido nada de la vida -, solo puedo decir porqué me levanté esa mañana a correr 42 km. Lo hice porque ya estaba allí. De un tiempo a esta parte ya no me concentro en mis quehaceres con una proyección de futuro firme, no tengo la convicción del empleado de oficina o del deportista de élite; he resuelto, más por pereza que por necesidad, que ya que estoy en una situación, lo menos perjudicial y antitético será hacer lo que parezca más natural a la situación. Si estoy en una biblioteca, ya no me paro a pensar cómo llegué allí o cómo voy a salir, sino que ya que estoy allí, lo mejor será leer algún libro. Si estoy en un restaurante y no tengo convencimiento de que la carta es del todo apetecible, en vez de angustiarme sobre mi incapacidad para disfrutar con la elección me concentro en comer. Uno de los libros más honesto que he leído últimamente trata de esto. Se titula en inglés: Wherever You Go, There You Are. Que traducido quiere decir: allí donde vayas, allí estarás. Y la oración que abre el libro es como sigue: «¿Sabes qué? Cuando se trata de llegar al fondo de todo, allá donde vayas, allí estarás.» Suena muy lógico y muy ridículo, pero también gracioso y oscuro. ¿Cómo es que no nos sorprende que algo tan obvio nos dé risa? ¿No será que en el trasiego del tiempo uno ha abandonado esa certeza, y verla ahora volcada en los labios o las palabras de un escritor recupera su luz y así nos reencontramos extrañamente con ella?

    Lo que vemos de las cosas son las cosas.
    ¿Por qué veríamos una cosa si en su lugar hubiera otra?
    ¿Por qué ver y oír serían eludirnos
    Si ver y oír son ver y oír?

    Lo esencial es saber ver,
    Saber ver sin ponerse a pensar,
    Saber ver cuando se ve,
    Y no pensar cuando se ve,
    Ni ver cuando se piensa.

    Alberto Caeiro

     

    El maratón como experiencia

    Los maratones no se corren, se experimentan. Digo esto porque creo que el maratón no es deporte. Al menos para la mayoría de los corredores. Carece de todo componente de juego o de competición; si hubiese algo de esto último sería para los fondistas que han convertido la maratón en su forma de vida y utilizan y utilizan su cuerpo como herramienta para competir. Es lógico que para ellos la competición sea importante: su sustento y su estatus depende de ello. Para el resto de los participantes es distinto. El número de corredores de una maratón (casi 20000 en esta edición), su escasez de reglas (solo hay que avanzar por el recorrido) y la extrema longitud del paseo lo transforman en algo más parecido a un ritual que a un juego. La diferencia entre quedar en el puesto quinientos y el puesto seiscientos no significa nada: uno es un nombre más en una lista de la que apenas interesan los diez primeros. El maratón además lo corre uno en solitario. Es cierto que vi a muchos grupos de amigos corriendo juntos como broma o en favor de una causa, labor admirable por otra parte, pero que en el fondo no es más que el uso de un evento de gran repercusión para la consecución de fines distintos a los de la maratón. El corredor regular corre como si nadie estuviese mirando. Solo.

    La muerte de la religión y la desaparición de los rituales

    Todo esto me hizo pensar que en un mundo donde los tótems religiosos, e incluso las creencias sospechosamente cercanas a lo espiritual, han sido derribados por una mala interpretación de la ciencia y el progreso – lo que no es desarrollo económico o función, es accesorio y por tanto innecesario – convierte a la maratón en algo parecido a lo que debieron ser los rituales de paso. Aquellos rituales donde un gesto comunitario, una danza, una herida servían para comunicar los dos mundos: el terrenal, el físico, el de las labores y los días; y el mundo espiritual, el de las angustias humanas como la muerte, la eternidad o el tiempo que no encontraban un correlato exacto en la naturaleza visible. El ritual hacía partícipes a estos dos mundos en una ceremonia concreta: por un lado la naturaleza, inconsciente de su propia existencia: tormentas, olas, piedras, animales sucediéndose en caos ante nuestra mirada; por otro la conciencia humana, extraída de toda naturaleza y solo propia al alma humana, y por ello arrojada a la más grande de las soledades. Uno tomaba la comunión como paso de entrada a la familia cristiana o era circuncidado simbolizando el pacto entre Abraham y Dios. El cuerpo entraba en contacto con lo eterno, con lo espiritual, con lo que está más allá de lo visible. Lo que se señala con la comunión, la circuncisión o el Hajj, es el diálogo del hombre con todas sus aristas y caras. Que el diablo al que uno lapida no es el diablo del más allá, que no tiene cuernos y tridentes, apesta a azufre y demás parafernalia, sino que está cerca, que está muy cerca: es el diablo es uno mismo. El diablo es que uno en cada momento puede elegir el camino del miedo y atomentar a los otros al tiempo que se atormenta. Cuando uno apedrea al diablo, apedrea una parte de sí. Todo esto, que quizá ya carece de significado para los judíos, cristianos y musulmanes, ha sido sustituido por otros rituales menos religiosos. Por ejemplo, la toga cuando uno se gradúa, la reunión de familiares antes de partir en un largo viaje o los cumpleaños, con todos los regalos como mensaje de unión con los otros. Son también rituales a los que se les ha extirpado todo el significado espiritual.

    ¿Y dónde encontrarlo? ¿Dónde hallamos ese contacto con lo que no está presente, con lo no inmediato, con lo que aun humano, no es susceptible de análisis en probetas? Se elimina la espiritualidad, o la convertimos un residuo arquelógico: no hay alma, solo interacciones de glándulas, neuroplasticidad y hiperexcitación sensorial. No hay iluminados, hay esquizofrénicos. No hay melancólicos, hay depresivos. Y entre tanto las consultas de los psiquiatras están a rebosar y las prescripciones de antidepresivos alcanzan récords año tras año. Pero no me pondré paternalista. A dónde quiero llegar es el maratón se asemeja a un ritual. Veinte mil personas se reúnen en ciudades cada año, viajan miles de kilómetros para meterse 42 kilómetros entre pecho y espalda, y todo aquello parece fortuito.

    El esfuerzo de la maratón

    Cuando uno corre una distancia tan larga, la mente entra y sale de un estado de consciencia plena a uno de automatismo. Lo mismo sucede cuando uno habla o escribe: uno no es consciente todo el tiempo de cómo las palabras se van formando en la boca o en la pluma, no sabe qué misterioso mecanismo las engarza para que tengan sentido y, con todo, puede elegir, modificar y suprimir expresiones, adjetivos, verbos para enfatizar un mensaje. Cuando uno corre, uno se olvida por momentos de que está corriendo, de que las piernas están cansadas o de que tiene sed y la mente se pierde en otros asuntos. ¿En qué asuntos? Ni idea. Sin embargo, ese ejercicio constante de introspección (yo soy yo y estoy aquí solo) y extroversión (yo soy yo corriendo en una maratón, con otros corredores y el público alrededor) tiene el efecto de estos rituales de los que hablaba.

    Cuando uno corre una distancia tan larga, se somete al cuerpo a una constatación de una realidad innegable: tú existes, tienes una presencia física y no imaginada. El cansancio, el dolor en las rodillas, la sed, el hambre, el calor o el frío, los mareos son los mensajes que el cuerpo envía para afirmar su existencia kilómetro tras kilómetro. Al mismo tiempo, la mente va procesando estos mensajes y les va dando un sentido en cuanto aparecen, y tomando decisiones conscientes: debería beber, debería reducir el ritmo, debería abandonar. Pero aún no hemos llegado a la parte espiritual. ¿En qué piensa un corredor durante las tres o cuatro horas que pasa corriendo? Lo que yo pensaba una y otra vez, especialmente durante la segunda parte del maratón, cuando ya la distancia supera lo recorrido durante los entrenamientos es: ¿qué estoy haciendo aquí? ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué me estoy molestando siquiera en correr? 

    Hacia el final

    Por supuesto, nunca hay una respuesta a estas preguntas. Sin embargo, después de cuatro horas agonizando bajo el sol leve de Atenas llegué a la conclusión de que de alguna manera hemos ido perdiendo el sentido de estas preguntas. No hablo de encontrar respuestas, sino de aceptar la incertidumbre que arrastramos por la vida y que tratamos de solucionar (u ocultar) con la ciencia, con la religión, en definitiva, rehusando enfrentarnos a la incógnita. La mente es prodigiosa: puede imaginar la inmortalidad, la eternidad, el infinito. Sin embargo, el cuerpo, después de treinta kilómetros – no creo que el Parque Natural de Alcalá de Henares tenga esa longitud -, agoniza y rechina como una bicicleta oxidada. El cuerpo atrae el espíritu hacia sí y da una respuesta cortante a esas preguntas con las que se angustia. La certeza que el cuerpo tiene de la finitud domestica los delirios de grandeza del alma. Como en el ritual, el cuerpo se encuentra con el alma para demostrarle su finitud, pero también su proeza imaginativa. Uno es apenas una huella en el camino que lleva a Atenas. Eso te dicen las piernas.

    Y con todo, sorprendentemente, uno termina la maratón. Uno llega a la meta cuando ya ha sido derrotado. Cuando ya ha aceptado la mortalidad, su propia pequeñez, que no ha llegado en el puesto 10, o 100, o 1000, sino que es un anónimo que llegó después de otros 4650 anónimos, uno se encuentra con la meta. Cuando ya había abandonado la posibilidad de regirse por el tiempo, cuando había dejado de contar kilómetros, de odiar a los organizadores por no ajustar el recorrido a algo más sencillo y más cómodo, cuando tiene la certeza de que correr así al tuntún es una estupidez, es algo tan absurdo como la vida, pura ceniza, entonces llega a la meta. Y entra por las puertas del Estadio Panathinaiko, que a decir verdad, es la única parte realmente bella del recorrido. Uno siente la tregua entre el alma y la carne en ese momento. Como si el debate nunca hubiera existido, cuerpo y alma se unen ante la grandeza de un estadio que lleva 2000 años en pie. Nada ni nadie te da la respuesta a la soledad. Pero una vez cruzada la meta, uno se siente menos solo.

  • Un blanco corre por las favelas de Salvador

    Un par de días después de aterrizar en Salvador de Bahía decidí salir a correr por la ciudad. Los poco entusiastas del atletismo nunca entenderán por qué un corredor amateur necesita salir a regarse los pies con kilómetros cada poco tiempo: lo comparan con una droga y a nosotros con drogadictos. Yo creo que la comparación peca de injusta. El drogadicto es la víctima de una superestructuras criminales que terminan por aplastarlo. Es el triste final de una cadena que incluye agricultores explotados, mulas detenidas en aeropuertos, camellos enganchados a su producto y poblaciones al borde de la destrucción. El corredor solo corre y si no puede correr se queda en casa comiéndose unas galletas y la cabeza. Con todo, nuestro anfitrión, Mark intentó convencerme de que no todas las rutas en Salvador eran seguras. Por supuesto, no le hice caso. ¿Cómo no iba a ser segura una ciudad cuya geografía esta compuesta de un setenta por ciento de favelas y un treinta por ciento de viviendas amuralladas, con guardas armados, alambre de espino electrificado y perros de presa?

    No trato de ser sarcástico, y esta es la lógica por la que se guíaba mi reflexión. Usted tiene una ciudad maltratada por todos los costados; acuda donde acuda para documentarse, el viajero novato encuentra una y otra vez las mismas ideas, convenientemente entretejidas, sobre el carácter peculiar de Salvador de Bahía. Primero, que es la ciudad más africana fuera de África, por la cantidad de negros descendientes de esclavos que viven. Segunda, que el 70% de las viviendas son infravivienda. Y tercero, que es una ciudad tremendamente insegura. Estos hechos combinados con los polvos mágicos de los prejuicios, producen cadenas causa y efecto muy interesantes para estudiar el nacimiento del discurso racista: Salvador es una ciudad pobre, de negros y peligrosa. Pero la verdad es que si una ciudad pobre, de negros y peligrosa ha sabido mantenerse viva durante tantos siglos de tráfico de esclavos, si ha sido la ciudad que fermentó la creación de la capoeira, un arte, danza y lucha incluyentes; si ha logrado mantener su carácter a través de su religión, de la música, si ha sabido ser un verdadero hogar multicultural (puesto que alberga a los descendientes de un continente entero, África, y no de una sola nación colonizadora) uno no entiende cómo ha encontrado un camino en el que la ciudad no sea una zona de guerra constante.
    Y sin embargo lo es: una zona de guerra. Pelourinho, el barrio de los turistas, es constantemente patrullado por la policía militar, que portan el elemento disuasorio más efectivo para los mendigos: una metralleta. Los apartamentos de las clases más pudientes están rodeados de pantallas de polimetilmetacrilato, custodiados por seguridad privada armada hasta los dientes, en las cualquier visitante es registrado y estudiado como si fuera un terrorista suicida. Se pide no correr por dentro del recinto y seguir las normas de seguridad, de otra manera, ¿qué podría pasar? Las vallas electrificadas vienen de serie. Es peculiar que los polvos mágicos de los que hablaba antes hagamos que nos de más miedo lo que puede ocurrir si corremos por una ciudad desconocida,  a un tipo de dos metros con una rifle cargado y vistiendo un chaleco antibalas.

    ladeiras

    Así que salí a correr. No sabía muy bien dónde quería ir, o por dónde quería correr, o peor aún, cómo iba a volver si me perdía. No es extraño ver a corredores en Salvador de Bahía. Desde el faro de Barra hasta las playas de Flamingo se pueden contar por cientos, la playa a un lado, la ciudad al otro. Sin embargo, no era una opción para mí, ya que el apartamento donde nos alojábamos quedaba muy lejos de la playa. Así que terminé donde tenía que terminar: corriendo por las ladeiras que, por cierto, hacen honor geográfico a su nombre. Que pregunten a mis piernas. Yo me imagino a mi potencial asesino afilando el cuchillo en el interior húmedo y caliente de su favela, esperando que pase por su calle para asaltarme y rebanarme el pescuezo y después hacer macumba sobre mis entrañas y lo que me encontré fue… Nada. Oh, sí. Salvador de Bahía. Una ciudad en la que la policía militar detiene a gente por la calle y los tumba en el suelo como si fueran terroristas suicida. Un tráfico que amenaza con comerse la ciudad. Miradas extrañas hacia el blanquito que con zapatillas de deporte suda una camiseta que cuesta lo que un salario medio en la ciudad. Mercadillos donde venden carajés de un aspecto más que insalubre junto a copias perfectas de bañadores Adidas. Y un calor que me perdió en mitad de la ruta.

  • Viaje a Brasil: Gestione su pobreza con inteligencia empresarial.

    Soy uno de los viajeros más torpes del mundo. Cada vez que organizo una visita a un lugar nuevo, empiezo a diseñar mentalmente cómo va a ser mi viaje y sé cómo va a transcurrir: hablaré con gente nueva como si fueran viejos amigos, me moveré con fluidez en el idioma local, castigaré al paladar con las exquisiteces autóctonas y dejaré el país en un reguero de nostalgias y adioses que, como la soga de esos barcos pequeños que cruzan islas cercanas, siempre tendrán una parte de mi corazón en su tierra.

    Lo que pasa luego es que me doy cuenta de que soy un turista y como buen turista espero que todas esas aventuras sucedan, de otro modo me llevo una decepción tremenda y acuso al país de no proporcionarme la experiencia adecuada a mis expectativas, levanto el puño al cielo y juro por mi sangre que nunca más volveré a pisar el suelo de esa nación. Además, jamás me preparo como es debido para la experiencia turista: en Bruselas me presenté con poca idea de francés, sin mapa y sin cámara de fotos en la estación de metro Gare du Midi, que en mi cabeza quería decir: Puerta del Centro (Midi – Medio como buen cognado), es decir, centro, es decir, atracciones turísticas sin peligro de ir a caer en un barrio con gente que destripa gallinas y turistas de manera indistinta. Infelizmente Gare Midi en flamenco es Zuidstation, que ya se parece más a Estación del Sur y Sur, en cualquier lenguaje civilizado quiere decir pobres, muerte y enfermedad. Y así fue: caí en el barrio de los inmigrantes, donde la gente en la calle no lleva cámaras de vídeo sino carros de la compra y en vez de FNACs hay fruterías. Me gustó más Bruselas así que en su versión carta postal, con alemanes chupeteando mejillones y americanos admirando la Grand Place. Me hizo pensar que Bruselas era una ciudad habitable después de todo y que tenía vida detrás de su historia de pasquín informativo.

    Si no has hecho algo así, es que nunca has salido de tu país
    Si no has hecho algo así, es que nunca has salido de tu país.

    Esta forma boba de viajar tiene sus ventajas: con el paso de los años y de los billetes de Ryanair uno ya no espera nada de sus viajes y es entonces cuando le ocurre de todo, y termina reflexionando sobre elementos del viaje en los que uno no repararía si se tratase de un turista con guía en mano o de un aventurero con machete y zurrón. En enero de este año, Alice me propuso visitar su país, Brasil, durante un mes y yo acepté encantado, aunque mi interés por visitar Sudamérica era nulo hasta entonces. En agosto tomamos un avión desde Londres hasta Salvador con escala en Río de Janeiro.

    A los cinco minutos de aterrizar en Río, ya sabía todo lo que tenía que saber sobre los brasileños, su cultura, sus costumbres, sus pecados y su encanto y de alguna manera ya me estaba despidiendo de ellos.  Digo esto porque encuentro muy práctico formarse una idea preconcebida sobre un país una vez que uno pone un pie en el país y no antes. Si yo, por ejemplo, anuncio que los cariocas son presuntuosos sin haber salido de España mi credibilidad como viajero es muchísimo menor que si afirmo que los cariocas son presuntuosos y yo lo sé porque estuve allí dos semanas. Así que yo siempre aconsejo a mis amigos que se formen todos los prejuicios posibles justo cuando lleguen a los países de destino y luego esperar a que lo azaroso del viaje los vaya deshaciendo, poco a poco, como un cuentagotas sobre una terrón de azúcar, hasta que al fin el prejuicio no tenga asideros y uno tenga que aceptar que el mundo es peligro, misterio y alegría y que no sabemos cuáles son las proporciones exactas y que tal vez por eso nos dediquemos a viajar.

    Lo primero que anoté en mi cuaderno sobre mi viaje a Brasil fue tomado en el aeropuerto de Río de Janeiro, mientras esperábamos la conexión con el vuelo a Salvador, fue que uno de los signos inequívocos de la explosión del desarrollo económico de un país es la inundación de las librerías del aeropuerto con libros sobre gestión empresarial, management, liderazgo y demás argot postindustrial. Pensé: en Brasil aún no han llegado las noticias de la caída de Occidente, donde tipos con MBAs y cursos de resolución de conflictos se suicidan desde los edificios más lujosos cuando ven acercarse la muerte de la ideología yuppie. Todo aquello que nos creímos acerca de cómo influir a gente importante, cómo construir tu carrera con racionalidad, cómo invertir en bolsa como un broker de Wall Street tuvo su graduación con honores el día que los empleados de Lehmann Brothers llevaban sus pertenencias, sus esperanzas y su ideología yuppie en cajas de cartón minutos después de ser despedidos.

    Está lección no estaba incluída en las clases del MBA
    Está lección no estaba incluída en las clases del MBA

    Si en Brasil va a ocurrir lo mismo o no, ahora que está en el sendero del crecimiento económico (y por tanto ideológico), tendrá mucho que ver con cuánto de esa ideología queda en el fondo del armario de sus políticos. De momento, los estantes de las librerías de los aeropuertos añaden un elemento peculiar a esta palabrería sobre management, gestión de fondos y cómo hablar en público: Dios. Una gran parte de los libros editados bajo la materia «negocios» incluían la religión como parte consustancial al buen hacer financiero. Títulos de libros tales como: Dios, Mi Jefe de Negocios, Citas de la Biblia para manejar a sus empleados, Qué haría Jesús en su reunión, Dios está en cada despacho de márketing añaden a Dios al ya confuso lingo de los negocios. Ahora tener un negocio próspero o liderar una organización con habilidad no es tan solo una cuestión de conocimiento, capacidad y azar, sino también de gracia divina. Si Dios está de nuestro lado, los beneficios de las empresas florecerán y el país se beneficiará… Pienso todo esto mientras miro a través de los ventanales del aeropuerto y imagino las favelas cubriendo las colinas de Río: si Dios está con los que hacen dinero, ¿qué hará con los que no lo tienen? Terminé por no comprar ningún libro, ya que nos entró la sed y no habíamos dormido bien durante el vuelo desde Londres.

  • ¿Por qué dejar de trabajar? Parte II


    Adoro la película El Club de la Lucha, aunque la verdad, no cuenta nada nuevo. Un joven blanco, de edad media, con un puesto de responsabilidad y un buen salario en una empresa mediana o grande se da cuenta un día de que la razón por la que fue puesto en este mundo es trabajar de 9 a 5 para financiar muebles del IKEA. En un viaje de negocios se encuentra con su opuesto: un joven también blanco, con ideas más cínicas que el protagonista que expele citas que impresionan al protagonista. Entablan una amistad, abandonan sus trabajos y encuentran una solución que transforma la sociedad y el mundo en el que viven. En El Club de la Lucha la solución pasa por montar un club de peleas en los garajes de la ciudad en la que viven. El club se expande hasta convertirse en una sociedad secreta, la cual pretende la destrucción del sistema capitalista por medios terroristas y el establecimiento de una sociedad más libre que surgirá, no se sabe muy bien cómo, de las ruinas. Hablamos de una película anterior al 11 de septiembre entre cuyas secuencias más espectaculares está la demolición de los edificios de oficinas de los bancos más ricos del mundo. La lógica del argumento es: si eliminamos las infraestructuras, el sistema se derrumbará por sí solo. Los ataques a las Torres Gemelas demostraron lo contrario: derribar edificios con bombas o aviones no erosionó el sistema lo más mínimo. Lo pone en evidencia, desde luego, pero también lo justifica. Del terrorismo surgieron dos grandes beneficiados: los medios de comunicación, que pudieron rellenar informativos con otra cosa que no sea deportes y partes meteorológicos, y la industria armamentística.

    Hay todo un género de películas y literatura similares a El Club de la Lucha. El Hombre de Los Dados, de Luke Rhinehart, trata de un psicoanalista harto de su existencia acomodada que decide tomar decisiones conforme lo que le vayan dictando los dados. Trainspotting sigue el mismo trayecto pero en dirección opuesta: el éxito o el fracaso de los protagonistas se mide según su capacidad para integrarse en el estilo de vida corporativo. El viaje de Renton termina cuando abandona la heroína para volver a un estado de aceptabilidad social y éste es nada menos que convertirse en comercial inmobiliario, es decir, encontrar un trabajo asalariado. En ambos casos, el núcleo de los problemas gira en torno a un mismo concepto: cómo los protagonistas aceptan o rechazan el trabajo asalariado. En ninguna de estas obras se pone encima de la mesa qué significa para ellos trabajar: se asume de manera tácita que acudir de 9 a 5 a una oficina es algo que hay que hacer. Aquí encuentro una diferencia en el tratamiento en Trainspotting y en El Club de la Lucha. El componente mágico. En El Club de la Lucha, la solución a los problemas del protagonista, la ansiedad por el estatus, la depresión y el aburrimiento se encuentra en el afuera. En Tyler Durden, en una sociedad de luchadores secreta, en la fantasía extremista de que dinamitando edificios corporativos los integrantes de la sociedad se volverán felices al día siguiente. La lógica subyacente es: si el capitalismo en su versión corporativa es el trauma de la sociedad, eliminemos las corporaciones y habremos creado las condiciones para la felicidad.

    Se trata de ficción, claro, pero démosle un uso a la imaginación: una sociedad secreta dinamita los cimientos del capitalismo, cumplido su cometido se desintegra y nos deja al resto de seres humanos libres de nuestro yugo. Nos encontramos ante las puertas del ansiado paraíso. ¿Qué sucede?

    Nada. No sucede nada. En El Club de la Lucha hacen un interesante guiño a esto, a su manera.

    Me sorprende cómo he organizado mi vida en torno al trabajo. Elijo mis horas para comer según los horarios de la oficina para la que trabajo. Elijo una casa según la comunicación y la accesibilidad al lugar de mi puesto, no según la posibilidad de convertir mi casa en un hogar. Cada vez que me junto con amigos o conocidos desenfundo preguntas sobre qué oficios, qué trabajos, qué salarios manejamos. Cuando tengo pareja, muchas de nuestras conversaciones tienen como fondo a las relaciones con los compañeros de trabajo, las condiciones del empleo, las amenazas de recursos humanos, la habilidad o inutilidad de los jefes, las prisas por las entregas, las sospechas de quien se escaqueaba y quien cumplía. Y, por supuesto, me levanto, algunos días, con el estómago al revés, me arrastro hasta la ducha, desayuno cualquier cosa, me enfundo el traje y luego me dejo ir hasta la oficina.

    Dos pensamientos han sostenido este ritual durante diez años. Uno, que la causa de que renuncie a la libertad de levantarme a la hora que me venga en gana es totalmente ajena a mí. En este mundo uno necesita dinero, el dinero se consigue trabajando, la manera de conseguir dinero rápido y seguro es trabajando de 9 a 5 en una corporación. No es culpa mía. Dos, algún día, cuando tenga suficiente dinero, no tendré que trabajar, podré hacer un corte de mangas al sistema y seré feliz. Voy a subrayar esto, que está en futuro simple: seré. Repensemos estas dos afirmaciones. La primera excusa arroja la miseria personal a las abstracciones: las empresas, los bancos, en fin, todo lo que no soy yo es causante de mi estrés. La segunda es el pensamiento mágico: algo ocurrirá que me salvará. Esto es como estar en un edificio en llamas y negarme a salir de mi cama porque los bomberos tienen que venir a rescatarme, que para algo pago sus salarios con mis impuestos.

    Pues bien, si todo esto acabara, si de repente mañana un grupo terrorista destruyera todas las empresas, y sorprendentemente no quisiera asirse al poder y nos dejara a nuestro libre albedrío, o la crisis se llevara por delante a toda la gente mala que puebla el gobierno, la industria, si solo quedaramos la buena gente de este mundo, como soy yo y todos los sufridos trabajadores de las corporaciones… No pasaría nada. O quizá sí: a mí me invadiría una ansiedad terrible. Mi mundo ha consistido en obedecer esos dos pensamientos: la culpa de mi miseria es ajena y la felicidad vendrá cuando deje de sentir la bota en mi cabeza. La democracia llegará cuando la gente se eche a la calle, las mujeres me querrán cuando dejen de fijarse en los mazados del gimnasio, podré dejar de trabajar cuando las empresas no me exploten. Todo eso no existe ahora. Ya no hay opresiones externas. Ahora me toca a mí. Como el protagonista de El Club de la Lucha estoy solo frente a mi dolor. Y estoy aterrorizado.

Raúl Quirós Molina
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