Categoría: curso de escritura creativa

Escribir siempre el peor manuscrito posible

Hay una forma de enseñanza de la escritura creativa que pasa por evitar en todo momento que el aspirante a escritor escriba una sola línea de ficción. Es un método clásico y muy extendido en las escuelas de guion audiovisual, pero poco a poco va invadiendo el teatro, la novela e incluso el relato corto. Consiste en hacer que el aspirante a escritor revolotee alrededor de sus ideas sin llegar a ponerlas en el papel en ningún momento.

¿Cómo es posible? ¿Cómo se consigue que un aspirante a escritor maree la pava durante meses y meses en un curso de escritura creativa, trabaje sin descanso y no escriba una sola línea salida de su imaginación y, además, pague fielmente su cuota? Se le pide una premisa de la idea (de qué va tu historia), luego una sinopsis (de qué va tu historia, pero más larguito). Se le corrige la sinopsis (porque no está claro de qué va tu historia), y una vez que la sinopsis está clara para el profesor, hay que pasar a las fichas de personaje, porque hay que conocer a tu personaje antes de escribirlo. El escritor novel escribe cinco fichas de personaje donde detalla: edad, traumas, gustos, cojeras, cegueras y punto de vista ético, afiliaciones políticas, si es vegano o no de cada uno de sus personajes y cuando entrega todo esto, el profesor le manda hacer un mecano, que consiste en esquematizar su historia a través de los potenciales conflictos y puntos de giro, y le habla de actos y de clímax y de anti-clímax, y todos los que proponga el alumno estarán mal, y habrá que rehacerlos y todo esto tiene que estar acabado antes de que acabe el semestre, por supuesto.

Cuando el escritor llegue a este punto, se le pedirá que escriba una trama, que será lo mismo que la sinopsis, pero incluyendo los puntos de giro y hasta ahora no ha escrito una sola palabra, lo que ha hecho es satisfacer la fantasía sádica de un chiflado al que pagan por ordenar estas idioteces.

El profesor argumenta que escribir una novela es algo muy complicado, que requiere de mucho trabajo previo, como por ejemplo construir un edificio o un puente. Estos símiles deberían ser motivo de despido: si una novela es mala, no suele por llevarse a la tumba a veinte o treinta personas. A lo sumo obligarás a tus amigos y familiares a acudir a la presentación, que será como una fiesta de Navidad, pero sin gin tonics.

Pero los alumnos siempre están en esta relación sadomasoquista con el profesor: como es la autoridad en la clase y el que tiene experiencia en estas áreas, debe tener razón.

Así que continúa sin escribir una línea. Tiene una trama, tiene una sinopsis y un mecano, tiene sus fichas de personaje, ahora debe escribir su argumento (unas diez páginas sobre de qué va la historia, pero ahora sí, en serio) y ya estará dispuesto a escribir su novela. Lo hace. Pero no puede escribir una sola línea.

Lo que ha ocurrido es que al aspirante escritor se le ha enviado un mensaje constante y sutil durante todo ese tiempo: tus ideas, tu improvisación, tus locuras, tus aciertos y tus fallos en la escritura no sirven de nada y, además, son tiempo perdido. El método ha causado una indefensión aprendida en el escritor novel y cuando por fin tiene todo lo que el profesor quiere, no sabe por dónde empezar: porque lleva meses sin escribir ficción. Ha sido apartado de cualquier impulso creativo y reconducido a la escritura de papeles administrativos. A veces, durante años. Han convertido a un aspirante a escritor en alguien que paga cuotas.


Cada noviembre el mundo anglosajón se pone las pilas con un evento llamado NaNoWriMo, que consiste en escribir el manuscrito de una novela de 50 000 palabras en solo un mes. Esto supone que cada día del mes de noviembre se deben escribir unas 1 700 palabras, con la mínima planificación y la mínima corrección .

Los NaNoWrimo quieren demostrar una cosa: escribir una novela es posible sin necesidad de una gran preparación.

Uno no puede esperar que 1 700 palabras aporreadas diariamente durante un mes produzcan una buena novela, ni siquiera una novela que lean tus amigos, pero escribir 1 700 palabras diarias sí tiene algunos beneficios. Por ejemplo, dejarse de tonterías. Escribes a conciencia: sabes que lo que estás escribiendo no tiene ni pies ni cabeza, que los conflictos son blandos, que los personajes no se sostienen, y que la prosa, digámoslo así, no es demasiado bella. Pero al final tienes un manuscrito que ha salido de tu consistencia, de tu imaginación y de tu trabajo. No estás demasiado orgulloso de él, es un manuscrito de mierda, pero es tu manuscrito de mierda.

Hete aquí que viene la segunda parte de la escritura: convertir todos los personajes, tramas, escenarios y lenguaje de mierda en algo que no sea tan malo. Gente, escribir es siempre reescribir un segundo y tercer y cuarto manuscrito, y todo lo que se ha aprendido durante el ejercicio de escribir puede darle aliento a la corrección. Hablamos de no desalentar al escritor: ¿cómo enseñas a un jugador de fútbol a jugar? ¿Poniéndole vídeos de Messi o dándole minutos en el campo?

Hacer como si

Los primeros capítulos de los manuales de escritura creativas tienen títulos sugerentísimos La Cueva del Escritor, El Primer Resplandor, La realidad Transubstanciada (Escribir, Enrique Páez); El comienzo, El Autor Omnisciente, El Suspense (David Lodge). Conforme uno navega diversos libros de estilo y creación o ensayos sobre la ficción se da cuenta que los temas, los ejercicios y las reflexiones más o menos abundan en lo mismo, con títulos chipirifláuticos o sencillotes, sin que esto sea un demérito en modo alguno. Parece hasta natural empezar un libro sobre escritura creativa hablando de cómo comenzar un relato, qué tipo de personas y personalidades son más apropiadas para escribir, qué es un narrador o cómo se construye un personaje realista. Como digo, pocas objeciones.

Con todo, no deja de ser paradójico que el asunto de quién va a leer tu originalísimo cuento sobre el día en que tu gato persa se quedó atrapado en el armario de la escoba no merezca un capítulo o unas líneas a los enseñantes de escritura de ficción. Que dar a entender que, al otro lado del libro hay una señora o señor que ha decidido ponerle ganas y, en ocasiones, dinero, para recibir aquello que el escritor ideó e imprimió un día en un papel, no parece importar demasiado: como si de lo que se tratara en la enseñanza de la escritura creativa es de ir evacuando historias de nuestra frenética imaginación sin menor consideración sobre la salud mental de quien las vaya a leer.

Solo John Gardner parece insistir una y otra vez en la creación del sueño vívido y continuo en la mente del lector como alquimia fundamental entre el viaje que va de lo escrito a la imaginación del lector.

Ya he señalado anteriormente una serie de características comunes a toda buena novela: creación de un sueño vívido y continuo, generosidad por parte del autor, contenido intelectual y fuerza emotiva, elegancia y eficacia, e intervención de lo extraño.

Cómo ser novelista, John Gardner

Si uno se ha esforzado en aprender a escribir frases hermosas y sólidas, si consigue evocar a voluntad el sueño vívido y continuo que genera la obra literaria, si tiene la generosidad de tratar con consideración a los personajes imaginarios y al lector, si ha sabido conservar las virtudes de la infancia y no se contenta uno con obtener resultados claramente inferiores a los de la literatura que admira, la novela que escriba, tras las necesarias revisiones, será de las que se puede estar orgulloso, de las que sin duda alguien, tarde o temprano, se alegrará de publicar.

Cómo ser novelista, John Gardner

Generalmente, el escritor que se preocupa más de las palabras que de la historia (personajes, acción, escenario, ambiente) no consigue crear ese sueño vívido y continuo: se estorba demasiado a sí mismo; embriagado de poesía, no distingue el grano de la paja.

Cómo ser novelista, John Gardner

Solo el gazmoño y el hortera escriben sin pensar demasiado en quién leerá su escrito: inundan su cuento de adjetivos inmundos, distraen la prosa con tramas innecesarias y personajes de cartón-piedra, le dan una buena ración de faltas ortográficas y sintácticas y, en general, ponen toda su energía creativa en expulsar, alienar y maltratar al lector. Al que, irónicamente, luego le piden comprensión y sensibilidad.

Por eso, como profesor, considero imprescindible enseñar al autor novel qué es eso del pacto de ficción, cómo funciona y hacer que lo cumpla como un mandamiento divino antes de especular sobre narradores, personajes o tramas.

El pacto de ficción es aquel reconocimiento entre el escritor, lo que escribe y el lector. Los tres participantes acuerdan hacer como si aquello en el papel fuera o hubiera sido real, que el universo dibujado es coherente según sus propias reglas y por lo tanto lógico y comprensible y a partir de ahí, tiran millas. La niña que escucha a su madre contarle el cuento de La caperucita roja o El cuervo y el zorro sabe, salvo desastre pedagógico, que los lobos, los cuervos y los zorros no hablan y no detienen a niñas en mitad del bosque para preguntarles a dónde van con aquella cestita, pero en un ejercicio de imaginación a dúo hacen como si todo aquello fuera real. En ese como si se encuentra todo el pacto de ficción. Por eso, cuando la madre se equivoca y cambia el orden de los hechos o los personajes o trata de cambiar el final para que todos los personajes sean buenos y eco-friendly al final, la niña se rebela contra ese asalto a la lógica del cuento, urge a la madre a que recomponga la historia y la reconduzca a ese sueño vívido y continuo donde los malos son castigados y los buenos premiados.

Lo que se pide a la ficción no es que se acerque a la realidad, sino que sea verosímil, es decir, que contenga verdad. Si la ficción solo pudiera ser realista, no podríamos leer a Stanislaw Lem o a Ursula K. LeGuin más que como pasatiempo, ni valdrían un duro los cuentos infantiles. Y la verdad se puede expresar de muchas maneras, pero también es muy frágil y se rompe con facilidad:

  • Permitiendo que los actores de esa verdad actúen en contra de su voluntad: Bernarda Alba apoyando a sufragistas.
  • Planteando conflictos a los que que se da una resolución ridícula: el detective que encuentra una carta en la que se deduce quién es el asesino.
  • El estilo pomposo.
  • El estilo chabacano.
  • Las faltas de ortografía y los anacolutos.
  • Los errores de continuidad en la historia.
  • Los personajes explicando su propia biografía, para que el lector los entienda.
  • El narrador justificando a los personajes malvados porque tuvieron un pasado traumático.

Si el pacto de ficción es un acto de imaginación colectivo, ¿cómo evitar su ruptura? Hay un par de recomendaciones infalibles. La primera: escribe de lo que conoces. La segunda: escribe lo que a ti te gustaría leer. Veremos que es esto más adelante.

Los malditos narradores

Para acabar de una vez por todas con la teoría de los narradores (omnisciente, omnipresente, testigo, primera persona), volveremos a lo básico: una buena historia es aquella en que el lector se sumerge en lo que le sucede a los personajes como si estuviera en una ensoñación y ningún elemento del cuento o la novela lo despierta súbitamente.

El narrador es un elemento más que debe participar en la construcción de esa ensoñación. Repito: uno más. Y, con toda honestidad, no entiendo por qué en la mayoría de los libros de escritura creativa en español se le da tanto peso al omnisciente y el testigo y el cámara y se deja sin mencionar, por ejemplo, la rimbombancia. Una escritura rimbombante mata más novelas que un mal narrador y este es un hecho sobre el que todo el mundo debería reflexionar.

El narrador es la voz, el instrumento, dispositivo, espíritu o el susurro psicótico que presenta la historia, muestra a los personajes, coloca los eventos en el lugar adecuado y sobre todo intenta no sacar de esa ensoñación al lector. Así que la función del narrador es contar la historia y viceversa y esto es muy traumático para algunos escritores, porque, ¡ay!, piensan que quienes cuentan la historia son ellos.

El narrador no es el autor y cuando lo es, se trata de una autobiografía, y de esto apenas hablamos en las clases de escritura creativa y por eso algunos alumnos salen huyendo a las primeras de cambio. Un narrador, además, puede ser o no un personaje, puede dar su opinión o no, puede saberlo todo o no, y sobre todo, puede cambiar a lo largo la narración.

El narrador es siempre un personaje inventado, un ser de ficción, al igual que los otros, aquellos a los que él «cuenta», pero más importante que ellos, pues de la manera como actúa —mostrándose u ocultándose, demorándose o precipitándose, siendo explícito o elusivo, gárrulo o sobrio, juguetón o serio— depende que éstos nos persuadan de su verdad o nos disuadan de ella y nos parezcan títeres o caricaturas.

Cartas a un joven novelista, Mario Vargas Llosa

No seré yo quien corrija a un premio Nobel, al menos no en todas las ocasiones, pero este tipo de sentencias suele confundir al escritor que comienza. Una historia la puede contar, efectivamente, un personaje como la mujer de Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes; o la puede contar nadie, como en Dune. En Dune el narrador no tiene corporeidad, no es un personaje que pulula por la novela, no tiene objetivos, no tiene que huir de los Harkkonen ni unirse a los Atreides: el narrador es una voz omnisciente que refleja qué hacen, piensan, aman, odian los Harkkonen, los Atreides y hasta el soldado más inútil de los Fremen. Pero no aparece en la novela como personaje ni saluda ni sonriendo ni posa en fotografías con cara de acelga.

Como decía, el narrador es una voz que organiza los eventos, describe a los personajes, les pone retos, oculta y muestra información al lector y todo ello sin necesidad de tener un nombre.

No hay un narrador mejor que otro para contar una historia, así que a la pregunta ¿qué narrador utilizar? no tiene respuesta (y es además muy irritante para el profesor, que debe dedicarse a otras cosas). No es que no tenga una respuesta sencilla o compleja, es que no tiene contestación. Cada narrador cambia el tono, la emoción, cómo se presentan los personajes, cómo deben darse los golpes de efectos y cómo se presenta la historia, y ninguna es mejor ni peor: es el escritor el que debe decidir cuál encaja mejor con su forma de escribir; las emociones que él, como artista, experimenta mientras escriba y qué confianza tiene en poder mantener la ensoñación a lo largo del escrito. No es lo mismo que un chiste lo cuente tu madre, tu padre o tu perro, alguno de ellos te hará reir, otro te hará llorar y tu padre nunca ha tenido gracia para los chistes.

El chantaje emocional

Un niño con cáncer acaba en Auschwitz. Allí se hace amigo de un perro cojo, que le acompaña durante toda su aventura. Un oficial nazi muy gritón mata a patadas al perro y el niño con cáncer se queda muy triste, porque el perro era su único amigo en una situación tan delicada como la suya. El niño muere antes de que los americanos liberadores lo rescaten.

Una historia inventada, probable novela futura

El chantaje emocional es una técnica narrativa tan extendida, incluso en los ámbitos profesionales, que uno ya no sabe si siempre estuvo allí, como el dinosaurio. Niños con cáncer, inmigrantes perseguidos, mujeres maltratadas, abuelitos que están solos: cualquier colectivo victimizado corre el peligro de ser utilizado para dar pena al espectador y que le concedan algún premio a la productora. ¡Huyamos!

Dar pena nunca es un buen motor para una obra de ficción. Es una escapatoria creativa del autor para no confrontar la complejidad de una historia.

El chantaje emocional consiste en arrinconar al lector a través de las emociones, plantarle un protagonista y una trama que solo merezca piedad, pena o solidaridad, y que la historia lo trate rematadamente mal, muy mal, sin esperanza ni solución para el pobre tipo. Es hacer de tu protagonista una víctima incapaz de actuar sobre su destino, y que sea, en definitiva, un títere de la trama. Los abuelitos que trabajaron duramente bajo el sol y ahora tienen sabios consejos que dar a sus nietos. Los niños bondadosos que disfrutan sus juegos con sus amiguitos. El cáncer, el Holocausto, la Guerra Civil o los futbolistas perseguidos por Hacienda son terrenos fértiles para el chantaje emocional del lector.

Es muy difícil no sentirse mal por el niño con enfermedades terminales, los abuelitos al sol, la gente con funcionalidad diversa a la que maltratan, el inmigrante ilegal a quien explotan despiadadamente. Hay que ser un desgraciado y los desgraciados ni ven películas, ni leen libros: se dedican a la política. Una historia bien contada es dinámica y no una lista de agravios ni de cosas cuquis, y cuando la gente se maneja por el mundo, cuando ama, trabaja, trata de curarse de su enfermedades o de sobrevivir a las SS se topa con encrucijadas y dilemas morales: ¿debo contarle a mi ex mujer que voy a morir en tres meses? ¿Debo robarle la comida a este prisionero sin hijos para sobrevivir yo, que sí los tengo? ¿Por qué, si me han maltratado, deseo volver una y otra vez al tipo que me humilla? ¿Ese abuelo tan cariñoso con mi hija no será un pervertido?

La narrativa de víctimas, tal y como la he descrito, solo maneja un rango de emociones básico: la piedad, la desgracia, el lamento y solo tiene como objetivo una emoción en el lector: dar pena o provocar compasión. No invita al lector a pensar ni sentir sus propias emociones, no le quiere preguntar por sus propios prejuicios, lo arrasa y no le deja otra cosa que no sea lástima por los personajes. Un chantajista se vale concienzudamente de todos los medios posibles para que el lector no se salga de ahí.

Pero los personajes de verdad son en realidad una lista de verbos: un hombre gay que oculta su pareja a su familia rancia (Maurice, de E. M. Forster), un inmigrante ilegal que se convierte en un capo de la mafia (Scarface, Brian de Palma), una mujer maltratada que trata de arreglar la relación con su marido (Te doy mis ojos, Icíar Bollaín), una madre que vende las armas que matan a sus hijos (Madre Coraje y sus Hijos, Brecht), un abuelito que es un asesino en serie (Justino)

Quiero extenderme aún más en este aspecto porque el chantaje emocional del lector está tan a la orden del día que no queda ningún ámbito cultural donde no lo infecte todo: en las canciones, en la política, en la poesía, incluso en la publicidad del supermercado te piden un euro para causas sociales de todo tipo. Al extender por el mundo una narrativa de víctimas que es, en definitiva, una narrativa de la culpa, se proyecta sobre las víctimas reales unos modos de ser en el mundo, unas expectativas sobre lo que debe ser en cualquier momento, es decir se les da un programa moral que deben cumplir, y este canon es tan rígido que difícilmente les deja escapar de su condición. Y las convierte en víctimas para siempre. En Teoría King Kong, Despentes habla sobre su propia violación y escribe brillantemente:

Porque es necesario quedar traumatizada después de una violación, hay una serie de marcas visibles que deben ser respetadas: tener miedo a los hombres, a la noche, a la autonomía, que no te gusten ni el sexo ni las bromas. Te lo repiten de todas las maneras posibles: es grave, es un crimen, los hombres que te aman, si se enteran, se van a volver locos de dolor y de rabia (la violación es también un diálogo privado a través del cual un hombre declara a los otros hombres: yo me follo a vuestras mujeres a lo bestia). Así que el consejo más razonable, por diferentes razones, sigue siendo: «guarda eso en tu fuero interior». Asfixiada entre dos órdenes. Púdrete, puta, como quien dice.

Así se evita la palabra. A causa de todo lo que la palabra abarca. En el campo de las agredidas, como en el de los agresores, todo el mundo da vueltas en torno al término. El resultado es un silencio cruzado.

Teoría King Kong, Virginie Despentes

Por desgracia, el chantajista emocional tiene un hueco bien reservado en la literatura de masas, así que el único tope con el que se va a encontrar va a ser su conciencia: ¿quiero explotar la desgracia de gente oprimida en mis libros? ¿O quiero verdaderamente explorar esa opresión para acabar con ella?

Desde aquí mi invitación a la resistencia, porque ya hemos tenido tatuadores, peluqueros, magos, maestros, modistas, pájaros, zapatos, violinistas, bibliotecarias en Auswitchz; y porque, en definitiva, escribimos por razones más profundas que el simple hecho de ser leídos de cualquier manera.

La curiosidad

Cada vez que comienzo un nuevo curso de escritura creativa, dicto una serie de reglas de convivencia para que la clase no termine convirtiéndose en un guirigay: puntualidad en la llegada y salida de clase, uso sensato de la tecnología móvil y entregar a tiempo para que la lectura de los textos no se ralentice. Lo cierto es que son compromisos ligeros que los alumnos adquieren sin mayor protesta y aquellos que se resisten son convenientemente castigados: por ejemplo, entregando un soneto sobre su falta en la siguiente clase (un soneto clásico, se entiende, con sus catorce versos y sus rimas consonantes).

A los alumnos también les invito a una tarea no menos crucial en cualquier actividad humana, que es a respetar su curiosidad y la de los demás. Esto de la curiosidad suena a buenos deseos impresos sobre una taza de café cuqui, pero tiene más miga de lo que parece, porque la curiosidad es la que lleva a los alumnos a un taller de escritura y posiblemente sea la única fuerza que los mantenga asistiendo al curso tras recibir el primer sopapo en su primer texto no tan bueno.

Les digo que la curiosidad es lo que ha hecho que unos días atrás decidieran apuntarse al curso, que vaciaran su calendario de compromisos inefables (tener una cita con un extraño, recoger a los niños del colegio, hacerse una liposucción) y que el día del comienzo se presentaran con unos minutos de antelación, dispuestos a sentarse en un aula con diez desconocidos y un tipo que se dice profesor, y que aunque aquello suene a orgía secreta confíen en que no lo sea, y lleguen dispuestos a recibir y dar comentarios sobre textos que han escrito o que escribirán y que muy probablemente le salgan de muy adentro y a la vez consideren ridículos.

La curiosidad vence a la vergüenza, al miedo, a la permanente sensación de fracasar en todo lo que hacemos y, bueno, ya que se ha pagado la matrícula, habrá que ir.

Sigue pareciendo ridículo, y muchos resisten con ironía a la idea de que la curiosidad es una fuerza revolucionaria. No le exijo al alumno que viaje al trópico para descubrir nuevas especies animales, ni que busque la solución al hambre al mundo, ni siquiera en sus textos (principalmente porque este tipo de relatos son una horterada); sino que haga funcionar su imaginación con plena libertad, fuera de las inercias con las que dirigimos nuestras vidas; que haga algo que se supone que no debería hacer (escribir sin más recompensa que el escrito terminado) y que lo atesore como algo de su naturaleza humana, y que esa fuerza no sea utilizada, manipulada o explotada por otros.

Debe ser algo muy poderoso esto de la curiosidad porque agita a tantas personas a buscar en la escritura algo. Qué demonios es ese algo, no lo sé. En la lógica desquiciada de este mundo, tendría más sentido que se arrojaran a las zarpas de una escuela de cine o una academia de actores, porque, seamos honestos, no es como si los libros y las narraciones escritas y sus autores fueran más prestigiosos que la peor actriz de la peor serie de Netflix o la película más masticada de los cines: tu libro de relatos autopublicado Sueños en el espejo nunca podrá competir con La casa de papel, Aquí no hay quien viva o Los Serrano a pesar de que tus relatos tengan más interés que todas estas series juntas.

Respetar la propia curiosidad siempre es respetar la curiosidad de los demás y no sacarse la chorra para ver quien escribe mejor o peor en una clase porque, ya les aviso, incluso antes de estar escritos, los textos serán odiados o amados, despreciados y glorificados, que lo importante es que digan algo que turbe al lector, que lo ponga a pensar, a sentir, a llamar a su ex, a quemar contenedores y cada uno de nosotros somos incitados de maneras distintas. Lo importante es, sobre todo, que el texto no esté repleto de clichés y anacolutos y que quiera transmitir algo verosímil y creíble, pero de esto último ya hablaremos más adelante, en el pacto de ficción.